Suele decirse que la mejor manera de lograr que la gente hable bien de uno es morirse. Quizá sea porque los vivos aprecian en lo que vale el hecho de no haber sido ellos -todavía- los llamados a cruzar la laguna Estigia de la mano de Caronte. Aliviados al ver que La Parca ha apuntado su guadaña en otra dirección, tendemos a mostrarnos benévolos con el difunto destacando las facetas positivas de su carácter y obviando los aspectos más escabrosos de su personalidad. En estos días hemos asistido a una hiperbólica escenificación del tal fenómeno tras la muerte del ídolo futbolístico argentino Diego Maradona. Indudablemente como pelotero el argentino ha sido de los mejores del mundo y junto a Pelé, Di Stefano, Cruyff o Messi ocupa el pódium de los más excelsos futbolistas de la historia y si tenemos en cuenta como era el fútbol en la época en que él jugó (recuérdese la criminal entrada que le hizo el defensa del Athletic Goicoechea que le fracturó un tobillo y lo tuvo cerca de un año fuera de los terrenos de juego) difícilmente se encontrará alguien que aúne la sutileza de su juego al valor de enfrentarse sin retirar la pierna a la pandilla de matones que entonces ejercían de zagueros. La desaparición del astro argentino ha provocado un dolor colectivo similar al que produjo la muerte de Gandhi o Martin Luther King, aunque para poder equipararlos a ellos se haya tenido que soslayar su lado tenebroso. Habiendo sido un genio con el balón, Maradona ha sido un fracaso como persona y parece un tanto desmedido extender sus virtudes futbolísticas a la poco edificante existencia que ha llevado desde que colgó las botas. Los argentinos (siempre excesivos) han dado a Maradona la categoría de jefe de Estado al velar su cadáver en la Casa Rosada sede del Poder Ejecutivo y sala velatoria en su día de Evita Perón y el propio general. Desafiando a la Covid-19, ingentes muchedumbres se arremolinaban en torno al ataúd de El Pelusa y le aclamaban no ya como un hombre excelso sino como un semidios. No en vano Maradona se ganó el apelativo de la mano de Dios en los cuartos de final del Mundial de México 86 que ganó Argentina. Su rival era Inglaterra y en la disputa de un balón con el portero británico le ganó la partida utilizando la mano para marcar en lo que puede considerarse una manifiesta carencia de fairplay que, sin embargo, el pueblo argentino percibió como una dulce venganza tras la humillación sufrida en la Guerra de las Malvinas. Desde entonces se fomentó la idea del parentesco entre Dios y Maradona, un vínculo corroborado por el Papa Francisco (cura porteño fan número uno de Diego) al regalarle un rosario bendecido a la familia del finado. Como Maradona, Kobe Bryant o Sean Connery también recibieron el mismo trato benévolo ante sus líos de faldas y conductas poco edificantes. Otros como Plácido Domingo o Kevin Spacey han sido linchados y condenados al ostracismo... quizá por no haberse muerto a tiempo.

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