Una vaca pasta en las orillas del Gambia a su paso por Kedougou. Aprovecha los pocos brotes verdes que deja la estación seca y, sobre todo, ingiere el plástico que cubre, como un tapiz, las riberas del mítico río. Aquí, en el mundo occidental, donde el plástico se fabrica y se exporta por toneladas, el mismo desarrollo tecnológico que lo genera se apresta a ocultarlo y disimularlo: disponemos de una recogida eficiente de basura y de unos sistemas de reciclaje que, mal que bien, nos evitan su visión. Allí, en el continente africano, donde también se consume, pero no hay ni dinero ni tecnología para recogerlo y reciclarlo, el plástico lo invade todo como una plaga apocalíptica: las aceras, las cunetas de las carreteras, los corrales de las casas, el campo, los arroyos… Los esfuerzos de algunas comunidades por recogerlo y quemarlo no solo resultan poco ecológicos, sino que suponen un trabajo hercúleo que se demuestra inútil en cuanto acaba de terminar. Algunos animales sufren obstrucciones y mueren incapaces de digerir tanta basura.

Más al este, el desierto se expande silenciosamente poniendo en peligro los bosques y las zonas de cultivo. Algo se ha quebrado en los viejos equilibrios entre el hombre y la naturaleza. Antes, podía encontrarse agua suficiente construyendo un pozo de 50 metros de profundidad, pero ahora hace falta perforar hasta 150 para encontrar un caudal que valga la pena. El cambio climático, como todos los males que verdaderamente lo son, se ceba con los más débiles y vulnerables. Es muy fácil negarlo estando sentados en nuestro cómodo sofá mientras, con el mando, encendemos el aire acondicionado. Es muy fácil decir aquello de "aquí siempre ha hecho calor en verano". Es fácil e impúdico e inhumano, porque no se mira, conscientemente, hacia la gente que ya lo sufre.

"Hay un cuarto mundo", le digo por Whatsapp a un amigo sudamericano que siempre se queja de vivir en el tercero. Cuando llego a las estribaciones del Fouta Djallon, donde ya no hay ni carreteras, ni caminos de tierra, ni electricidad, ni puesto de salud y casi ni agua, le escribo: "También hay un quinto". El mensaje tardará en llegarle, porque, naturalmente, tampoco hay cobertura. Los ancianos y notables del poblado, con un lenguaje sosegado y muy respetuoso, nos ruegan que la cooperación internacional no se retire, y nos dicen que ellos solo quieren agua, electricidad, letrinas dignas para su pequeña escuela y empleo para que sus jóvenes no se jueguen la vida en los cayucos. Seguro que, en algún sitio, al mismo tiempo, hay alguien tomándose una cerveza en la barra de un bar diciendo que "aquí en España también hay pobres". Pero se equivoca dos veces. La primera, porque hasta la pobreza tiene su propia taxonomía y no es lo mismo ser pobre en un sitio que en otro. La segunda, porque hasta para ser vaca hay que tener suerte: te puede tocar pastar en un prado o sobre una alfombra de envases y bolsas de plástico.

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