Condenado a joven

La vaticinada demolición no es la de la clase media; es la de los jóvenes

Por síntomas e incluso por datos, va uno teniendo certeza de que es entre generaciones donde se dirime hoy la dialéctica, en el sentido de contraposición de intereses, en un juego de suma cero: lo que una parte gana, la otra la pierde. No es en el toma y daca planetario entre clases sociales, ni entre ricos y pobres, donde se pelea el reparto del pastel social y económico y, en suma, el futuro. Sino entre franjas de edad de la población. La leña se atizará entre jóvenes y viejos. Nunca nadie ha sido como su padre, pero hablamos de una guerra intergeneracional por los recursos públicos. O, ya a lo bestia, los privados –la jungla creadora–. No es este, ni ninguno, país para pobres; quizá sí para viejos, quién sabe si para jóvenes con o sin título. Bueno, para jóvenes sí lo es, eso es por narices. Pero mientras que unos nacen, otros crecen y maduran y otros declinan al sol, hay partido. Y cuentas que hacer.

Parece del género marciano pensar que pensiones (actualícelas) de más de 2.000 euros las vayan a tener los nietos de los perceptores de esas pagas, que, además, va a pagarlas el erario público quince años más de lo que se suponía una esperanza de vida normal: la farmacopea es una variable contraria a la viabilidad del sistema de pensiones. Los jóvenes no sólo cotizan poco para soportar a tanto mayor (a su pesar, ya les gustaría ganar el doble y pagar de buen grado). Sino que en buena medida son los nuevos parias de la Tierra, al menos de la Tierra menos condenada, la nuestra. Ingenieros proletarizados, médicos explotados: cosas que no creeríais. No es lógico ni aceptable que un titulado superior haciendo un trabajo rentable para su empresa gane una miseria.

Hemos sabido esta semana que el low cost se hace consustancial al hecho de ser joven. Usted dirá “Siempre ha sido así”. La diferencia, aventura uno, es que la perspectiva de bajo coste y baja alegría diaria es una perspectiva a largo plazo, tan larga como una vida. El aumento patrimonial no es una certeza o algo naturalmente aspiracional para las nuevas generaciones. La incertidumbre es un patrón que atañe a las formas de consumo de la obrerización de las élites en curso. Si tras la crisis financiera de 2007 o 2008 se habló, y con razón, de la eliminación de las clases medias –la clave de nuestra visión de la vida común–, ahora se hace patente el trasunto de aquella crisis: los jóvenes viven en condenados a serlo, forzados y domeñados a consumir ropa, ocio, comida y turismo de bajo coste, del montón. No hay planeta para descubrir calas ni lugares recónditos. No es planeta para viajeros, este ya. La vaticinada demolición de las clases medias se ha hecho corpórea en los jóvenes: pura lógica demográfica. Dicho de otra manera, era cuestión de tiempo. Otro dato de esta semana: la inflación en las rentas más bajas es un 20% superior a la de las rentas más altas. Vale decir, extrapolando sin miedo, que los jóvenes sufren más los vaivenes de la economía –alza de precios, desempleo, tipos de interés–, y que no son consumidores de recambio promisorios, porque no ganan lo suficiente siquiera para ser padres... más allá del low cost, el comunismo del capitalismo.

Mientras, vemos, ovejunos, cómo te piden firmar por todo por respetar la Ley de Protección de Datos, cómo, ¡ojo!, te fuerzan y conminan en casi cualquier acto comercial o administrativo a firmar asumiendo responsabilidades –siendo nadie–. Sin embargo, si te compras unas zapatillas de esparto y pagas con tarjeta, te vendrán oleadas de cookies por internet vendiéndote alpargatas. Mientras también, las empresas deben andarse con cuidadito con los datos de sus empleados, porque te meten un paquete en menos que canta un gallo, si te columpias. El nuevo fascismo es el de quien maneja las redes sociales. Yo ahí lo dejo.

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