Campo Chico

Familias, siestas y cines de verano

La Plaza Alta de Algeciras, hacia 1950.

La Plaza Alta de Algeciras, hacia 1950.

Ignacio Pérez de Vargas, el de Los Rosales, era muy de echarse la siesta. Pero no cerraba. Entonces, los bares estaban siempre abiertos. Ni siquiera había día de descanso. Las carencias en prestaciones sociales eran paralelas a un trabajo continuo, sin paradas. El sábado era un día como cualquier otro y los bares permanecían abiertos los domingos y días festivos. Lo de no trabajar los sábados se significaba en lo que se llamaba la semana inglesa. El sábado por la tarde desempeñaba el mismo rol que hoy desempeña el viernes, y el domingo todo el mundo se echaba a la calle; la Plaza Alta se llenaba, de niños sobre todo. Era el momento de lucir los aditamentos infantiles o juveniles y, en su caso, los zapatos nuevos, los pantaloncitos, los pantalones bombachos o las camisas de estreno. Sobre todo el Domingo de Ramos; incluso se decía que “al que no estrena el Domingo de Ramos, se le caen las manos”.

El Día de Reyes, la afluencia en la Plaza Alta era espectacular, sobre todo si el muchacho que andaba por allá era de familia con posibles. La imagen de Juan Carlos Fernández de la Cruz, que vivía en el edificio de la farmacia Rivera, ataviado con cinturón a lo Búfalo Bill y unos revólveres con cachas de plástico imitando al nácar, no la he perdido con los años. Los Fernández de la Cruz eran muy guapos todos, los niños y las niñas, especialmente María del Carmen, que murió demasiado joven. Estuvo casada con el magistrado Juan Ignacio Pérez de Vargas Gil, pero no tuvieron hijos. Su hermano Rafael, al que llamábamos Falé, tuvo la fortuna de encontrarse con María del Pilar Cánovas Cardona. Se casaron y una de sus hijas, Patricia, familiarmente conocida por Tichi, se convertiría con los años en la esposa del gran cocinero –y mejor persona– asturiano de Mieres, José Ramon Andrés Puerta, universalmente conocido por José Andrés.

El reconocimiento a la labor humanitaria de José Andrés ha alcanzado unas cotas que a cualquier ser humano se le antojan inalcanzables. Con mucho trabajo y una generosidad infinita ha construido, en torno a él y a su familia, una verdadera leyenda en la que está presente Algeciras y concretamente su incomparable mercado de abastos, a cuyas excelencias de calidad, monumentalidad y estética se refiere siempre que tiene ocasión y en cualquier lugar del mundo. Una figura grandiosa como es ésta, ligada a través de su esposa a nuestra ciudad, produce buenos efectos por la simple asociación de su personalidad con el territorio. Debiéramos darnos cuenta de ello cuando nos preguntamos eso de ¿pero qué ha hecho éste por Algeciras? La proyección de personas que han alcanzado un notable prestigio en la sociedad abierta, doquiera que sea la causa y la tarea, afecta a los lugares a los que se les asocia.

La familia Cánovas procedía de Málaga y se integraron inmediatamente en aquella Algeciras que iba camino de los cincuenta mil habitantes. Conchita y Pedro Cánovas Cardona eran los más guapos entre los guapos, pero ella estudiaba en el prestigioso Colegio “María Cristina” de Huérfanos del Ejército, en Aranjuez, y eso impidió que la tuviéramos cerca con habitualidad. Si ibas con Pedro tenías poco que hacer con las muchachas. Sigue siendo guapo, pero con poco más de veinte años, era imposible competir con él, sobre todo cuando iba con su uniforme de alférez de infantería en sus primeros pasos como militar. De la conjunción de esas dos memorables familias, los Fernández de la Cruz y los Cánovas no podía esperarse, como así ha sido, más que mucho bueno.

La Plaza Alta en el siglo XIX. La Plaza Alta en el siglo XIX.

La Plaza Alta en el siglo XIX.

En el flanco este de la Plaza Alta, estaba el cuartel de la Policía Armada, cuerpo que entonces también se ocupaba del tráfico de carreteras, antes de que se le asignara esa responsabilidad a la Guardia Civil. Al hijo del capitán Cuesta, que mandaba esas dependencias, le llamábamos por su apellido; era compañero nuestro del Instituto y a todos nos hacía ilusión tener entre los amigos nada menos que a un hijo del que mandaba en la policía. En ese flanco estaba también el Bar la Cigüeña, de los Mena, junto al edificio de la esquina por la que se accedía a la calle Munición y al cuartel de Escopeteros. Precisamente al pie del acantilado que bajaba delante del cuartel, a las cercanías del mar estaba el Campo Chico, una modestísima zona de viviendas con lo justo para albergar a una pequeña familia. Luego se convertiría en un llano que nos servía de campo de fútbol al que después se accedería cómodamente bajando por la recién construida escalerilla. El otro campo, el del Polvorín, más allá del cementerio, se reservaba para los partidos de mayor envergadura.

Durante la hora de la siesta, ampliada con un par de horas más, en la entonces calle de José Antonio, había poca actividad. La gente trabajaba hasta la una y media o las dos y luego alternaba un rato en algunos de los numerosos bares que había en el centro. Entre las dos y las tres, Los Rosales y otros de sus alrededores se convertían en un hervidero de gente. En lugares más ligados a actividades concretas, como sucedía con los que estaban en la Marina y en la Plaza, dominaba el café, los aguardientes, muy recurridos entonces, y los vinos de medio tapón. Las destilerías abundaban, sobre todo en Casares y en algunos pueblos de la serranía de Ronda. También en Algeciras. Destilería tuvieron los Santacana, familia catalana que contó con dos importantes alcaldes, José y Emilio, y una rama de los Pérez de Vargas. Las bodegas La Bahía y la taberna La Giralda fueron durante bastante tiempo referencias en ese tipo de negocio. Alternaban paisaje urbano con las ferreterías, precisamente en el tramo de la calle Panadería que desemboca en la calle Sacramento y en la calle Larga, en el tramo que hoy se llama Emilio Santacana, el alcalde de la Conferencia Internacional de 1906.

Pedro Cánovas. Pedro Cánovas.

Pedro Cánovas.

De las cuatro a las seis o las siete de la tarde, el Bar Moya y el Mercedes, la tienda bar de los Ocaña y el Coruña en la calle Convento, que también eran bares de mañana y de mediodía, tenían mayor protagonismo que Los Rosales, consagrado a los vinos de Jerez y a los mariscos. Todos disponían de máquina de café y la mayoría, de cerveza al grifo; pero en donde Ignacio nunca se sirvieron ni lo uno ni lo otro, a pesar de disponer de los medios. Tras el mostrador, a la izquierda de la entrada y cerca de por donde se accedía a la pasarela de los camareros, estaban los grifos, jamás utilizados, y en una hornacina muy visible desde delante de la barra, la máquina de café, limpia, brillante y sin estrenar. Tanto Ignacio como sus empleados repetían “enfrente, en el Moya” a los pocos clientes ocasionales que solicitaban un café o una caña de cerveza. En cuanto al vino tinto, en Los Rosales no había más que Cvne cuyas siglas aludían a las bodegas de una familia riojana que empezó a comercializar sus vinos en 1879, según figura en un viejo monolito situado en sus accesos: Compañía vinícola del norte de España.

El vino tinto estaba reservado a don Luis Ramos, un personaje de leyenda, referencia de una familia de agentes de aduanas, que era un cliente con una consideración muy especial. Su hermano mayor, Federico, al que Ignacio llamaba “la vieja” era un solterón amante del buen vivir y la independencia. Tanto Ignacio como Federico eran reumáticos y, por serlo, clientes habituales del Balneario de Alhama de Granada, adonde se desplazaban en taxi, por espacio de cinco o seis días, un par de veces al año. Como equipaje llevaban, además de lo justo para cambiarse y asearse, unos cuantos jamones de Jabugo, unos quesos manchegos y unas cajas de medias botellas de La Ina, San Patricio o Tío Pepe. La llegada al balneario se parecía a las de recepción de la nobleza; los dos algecireños eran unos espléndidos huéspedes a los que los empleados les rendían toda clase de honores y bienvenidas.

El Cine Delicias. El Cine Delicias.

El Cine Delicias.

El jamón era un bien escaso y los finos de Jerez no estaban al alcance de cualquiera en esos tiempos de limitaciones y carencias. Los camareros y los directivos del balneario participaban de las sesiones que Federico e Ignacio dedicaban a la degustación de los manjares que se llevaban desde Algeciras y eso aumentaba mucho la estima que les guardaban. El tercero de los Ramos era Francisco, divertido e ingenioso como pocos. Ignacio lo estimaba mucho y había colgado en el bar una fotografía de él vestido de torero, de gran tamaño, frente a la puerta de entrada. Se la hicieron con ocasión de la única vez que se puso un traje de torear; no toreó nunca, pero la fotografía era magistral. Los clientes habituales conocían bien al bueno de Paco Ramos, pero los que acudían por primera vez a los Rosales y eran aficionados a los toros, contemplaban la imagen preguntándose quién era aquel garboso joven con pinta de figura de la tauromaquia. Las preguntas eran respondidas con cosas así, como que lo mató un toro en Colombia a poco de tomar la alternativa o que se retiró en las Américas tras alcanzar la gloria.

Un programa de verano. Un programa de verano.

Un programa de verano.

En esas horas previas al ocaso del sol, la soledad nos acompañaba en Los Rosales a mí, a algún empleado y a un tío abuelo mío que había sido jefe de estación en Renfe y vivía con nosotros. Se llamaba Francisco Matías Rosales y a su segundo apellido, que lo era igualmente de mi abuela materna, se debe el nombre del bar y no tanto a lo que alude. Me divertía, y a mi hermano Ignacio también, irme por las tardes al bar, mientras mi padre se echaba una larga siesta. Mis amigos venían por allí y lo pasábamos estupendamente, jugando a cualquier cosa, al dominó sobre todo, o retándonos a saber cuáles eran los actores de una determinada película. El cine era entonces el atractivo social por excelencia y en Algeciras, más que nada en verano, disponíamos de unas cuantas salas. La oferta cinematográfica era magnífica.

Durante las vacaciones de verano, íbamos todas las noches a algunos de los espléndidos locales repartidos por toda la ciudad. El Sevilla, el Delicias, el Avenida, el Terraza, el Alegría, el Fuente Nueva y el España eran los principales, pero se recurría a la Plaza de Toros o al campo de fútbol El Mirador para completar la oferta. Los cines de invierno, el Florida y el Almanzor, funcionaban como alternativas a la demanda de la gente. Un artículo de José Ortega Díaz publicado en el blog del C.E.Per. Juan Ramón Jiménez, del que me he permitido tomar unas imágenes, recorre aquel período en que fue posible ir al cine todos los días y disfrutar de una Algeciras fresca y divertida, que visitaban masivamente las golondrinas descansando durante horas sobre los cables y regalándose, como todos nosotros, el olor a jazmín que al anochecer inundaba nuestras calles.

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