
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Vivan los gorriones
Crónicas levantiscas
Donald Trump quiere que le den el Nobel de la Paz, lo desea porque es la encarnación de la vanidad y porque envidia de modo insano a Barack Obama, a quien Oslo lo laureó antes de tiempo. Hace unos días sentó en el Despacho Oval a los presidentes de Azerbaiyán y Armenia para firmar un acuerdo de paz que pone fin a un conflicto de más de 30 años por el Nagorno Karabaj, un reducto del mundo del que antes se ocupaban Rusia e Irán y que ha sido resuelto por la Casa Blanca como prueba de la pérdida de poder de lo que hoy sólo son dos potencias regionales.
Sostienen las crónicas internacionales que Trump ha rehabilitado a Putin en Alaska, que le esperó a los pies del avión, que le puso la alfombra roja y que hizo danzar a aviones cazas en su honor. El antiguo agente de la KGB, invasor de Crimea, Ucrania y Georgia, ha regresado al escenario del que fue despedido después de intentar tomar Kiev. Y siendo todo esto cierto, Trump lo ha hecho bien, desde el inicio de la invasión sabemos que Putin necesita una salida digna sin que se note que, en efecto, se retira, y lo que ha desplegado el presidente de Estados Unidos en Alaska ha sido una monumental ojana. Un halago mayúsculo. No es un fracaso, es un primer paso para acabar con una guerra en la que han muerto miles de jóvenes rusos y ucranianos. El próximo lunes Zelensky será recibido en la Casa Blanca, y también él tendrá que ceder. Si fuese así, Trump estaría más cerca de su ansiado Nobel.
Puede ser, el tipo es insistente. Hace unas semanas telefoneó al ministro de Finanzas de Noruega, Jens Stoltembegr, para hablar de los aranceles y le preguntó por el Nobel, que parte de una propuesta que debe realizar el Parlamento escandinavo.
Pero la paz no es sólo la ausencia de violencia, tiene que ir acompañada de cierto sentido de la justicia, y Trump está liderando el deterioro democrático más grave que padece el mundo desde los años treinta del siglo pasado. Lo hace en los Estados Unidos, donde como pronosticó Gore Vidal la república va a ser engullida por el imperio, tal como le ocurrió a Roma con la muerte de César. Desde Augusto a Marco Aurelio transcurrió esa pax romana, que no lo fue tanto –hubo revueltas y guerras en las fronteras–, aunque llevó la tranquilidad a Roma después de casi un siglo de guerras civiles de los Mario y los Sila.
Israel es casi lo único que no ha cambiado desde entonces. Los palestinos, desesperados y al borde de la extinción, han apelado a la vanidad de Donald Trump como último recurso: si quiere el Nobel, que nos salve la vida, ha suplicado su responsable de Exteriores, Fasin Aghabekian.
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