NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
La vida cotidiana está llena de rutinas. Nuestras acciones diarias se basan en patrones de acciones que hicimos el día anterior o, en el mejor de los casos, en algunas que se intercalan con otras en función del día de la semana. Pero tienden a parecerse como gotas de agua porque responden a necesidades perentorias: comer y para ello comprar, guardar y cocinar; lavarse y vestirse, y para ello haber tenido que preparar la ropa para su uso; y con ganas o sin ellas, dependiendo del espíritu deportivo, ir a hacer deporte o meditación trascendental, que pueden ser muy necesarias, pero que a muchas personas las atan a otra obligación más.
A todas estas rutinas, y me salto muchas, desde finales del siglo pasado se les une la obligatoriedad de ir de vacaciones. Cuidado, a mí viajar me encanta. Siempre he amado encontrarme con paisajes nuevos; el ver lugares y objetos que estudié, pero cada vez más en mí se abre esa odiosa duda de si lo hago porque sigue atrayéndome el conocimiento de nuevas gentes y costumbres o es un mandato que la opinión pública y los mercados consideran como muestra de que eres una persona afortunada dentro del sistema.
Me aburre ver a conocidas aguantando con sus manos la Torre de Pisa o sujetando por su vértice la pirámide de Keops; sonriendo delante de la Estatua de la Libertad en un Estado que hace suyo ese fraude; recorrer caminos transitados por rebaños de gente que salen de un barco, tren, avión o coche propio, porque pienso en Julio Verne que nunca se movió de su sillón y viajó hasta el centro de la Tierra.
Odio esa voluntad cretina de destacarse, ser más que nadie, pero sobre todo contarlo para que los demás sepan que tú tienes capacidad de más y han convertido sus vidas en una confrontación perpetua con los que están más cerca, si es que realmente los tienen y te escuchan o disimulan mientras sus manos buscan febrilmente el móvil en su bolsillo.
Me imagino a las personas que atraviesan por enfermedades terribles que le impiden moverse, ya sean físicas o psíquicas y cómo este mundo ridículamente expuesto les debe acrecentar su dolor. Y lo monstruoso y certeramente evidente es que todos, todos, nos veremos algún día así. Ya saben aquello de que “la vida es la única película en la que los protagonistas siempre mueren”. Y no hablo de Gaza. Eso ya está muy visto…
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