Sagan, a lo lejos

13 de agosto 2025 - 03:04

Anoche se alcanzó el máximo de las Perseidas, que vuelven todos los años, casi mediado el agosto, dejándonos un cierto poso de melancolía vibrando sobre la oscuridad del cielo. Las Perseidas, como ya saben ustedes, son el rastro orbital de un cometa (el Swift-Tuttle), que va perdiendo levísimos granos de su carne helada, que luego entran en ignición al contacto con nuestra atmósfera. Todas estas cosas, de grave temblor poético, adquieren su lirismo en la impronta científica que los explica. Sagan, hace ya muchos años, reveló el efecto invernadero de Venus y su violenta convección de gases a extraordinaria temperatura; y también el suave cambio de color de la superficie de Marte, que el astrofísico neoyorquino adjudicó correctamente a los virajes en el polvo marciano, provocados por el viento. Sin embargo, lo más importante en Sagan, magnífico divulgador, acaso fuera su defensa de la ciencia y su virtud preventiva contra la credulidad y el engaño, destacando los siglos de conocimiento que atesoran nuestros actos.

El negacionismo, el terraplanismo, etc., hoy extendidos en su país, son peligros que Sagan advirtió en El mundo y sus demonios y que el filósofo José Antonio Marina ha vuelto a enumerar en La vacuna contra la insensatez, donde expone, por un lado, la avidez con que nuestra especie se deja engañar; y por el otro, la perspicacia crítica con que sortea las trampas del entendimiento. Los magos, aduladores y manipuladores conocen sobradamente esta debilidad humana. En tal sentido, Sagan auguraba un mundo donde la tecnología y la información pudieran hallarse, no en servicio del bien común, sino como herramienta aplicada al sostenimiento del poder y la estupidización de la masa. Esta misma estructura de credulidad supersticiosa, enconada y apática, es la que consigna Marina en sus escritos. Como nos enseñaron Villiers de L’isle Adam, Thea von Harbou y Fritz Lang, en la ciencia hay un hemisferio de sombra y estupefacción, que alcanza su primera excelencia en La Eva Futura y en Metrópolis.

Cunqueiro advertía que “el hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños”. También concluyó Heidegger que “el hombre necesita un dios”. No parece, sin embargo, que los sueños y dioses de hogaño obren en favor de la grandeza humana, y sí hacia una jibarización de sus competencias, recluyéndonos en la incómoda y genuflexa posición de adoradores. No es fácil advertir el sofisticado tipo de ignorancia al que, presumiblemente, nos dirigimos.

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