En la infancia el espacio se reduce al territorio que recordamos haber pisado. Cuando llegó la hora de acudir por vez primera al colegio, mis padres optaron por llevarme al más cercano, adonde podía acudir transitando aceras que tenían la familiaridad que otorgan los hechos repetidos. Solo tenía que seguir la calle del Ángel y llegar hasta la farmacia de Almagro; allí giraba hacia la solitaria claridad de la calle de las Huertas, entre olor a libros viejos, macetas de clavellinas y tahonas de pan. En las lluviosas tardes de otoño cruzaba todos los charcos y buscaba los verdes canalones bajo el paraguas de niño comprado en Gibraltar. Al llegar al callejón de Catana pasaba frente a la lechería, donde se almacenaban la algarabía y los ecos del colegio. Allí acudíamos la mayoría de los niños del barrio ahora llamado de la Caridad. Con tres años crucé por vez primera el viejo portalón de la calle Panadería, por donde se accedía a las estancias más nobles de un edificio que era la suma inconexa de varios edificios: diferentes niveles, escalones disparejos, mamparas de cristal, silenciosas marcas de añadidos y reformas.

Sobrio uniforme de infantil sotana, botones forrados, pantalón corto e inmaculado cuello de puntas redondas, los recuerdos más constantes rescatan también un referente humano: el de una mujer de blanca piel, blancas manos y voz blanca envuelta en negra toca y negros hábitos que más de medio siglo después no he podido olvidar todavía. Ella me guió por vez primera por las galerías y pasillos inconexos; fue capaz de percibir mis flaquezas y de corregirlas potenciando los venerables recursos de la expresión. Ella me llevó hasta las teclas del piano y las de una vieja Olivetti que aprendí a utilizar. Me hizo leer cuidadas antologías de poesías para niños, donde se incluían textos de Juan Ramón, Altolaguirre o Lorca. Me enseñó a recitar en el sombrío patio de verdes aspidistras, blancas estatuas y amarillos azulejos de Mensaque donde tuve que hablar en días señalados hoy borrados del todo, menos de la memoria. Ella me animaba y me mostraba su afecto constante posando su blanca mano sobre una cabeza que no ha consentido olvidarla.

Pasaron los años y dejé aquel viejo colegio de galerías y añadidos; comencé la preparatoria de ingreso en el instituto que se levantaba lejos del pisado territorio de la infancia; España ganó Eurovisión en Londres y la frontera con Gibraltar aún no se había cerrado. Abandoné para siempre el sobrio uniforme, los botones forrados y el inmaculado cuello; nunca más volví a tener cerca tocas ni hábitos.

Se ha hecho público que la congregación que mantuvo aquel colegio abandonará la ciudad; mientras tanto, sigo recordando los versos de Altolaguirre, las teclas de la Olivetti y una cálida mano blanca posada sobre mi cabeza. No he vuelto a verla más, pero sigo oyendo su voz. Se llamaba sor África.

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