"No sirve de nada pintar murales para conmemorar a hombres sin techo una vez que han muerto solos y alcoholizados". Esta es una de las muchas declaraciones que un desahuciado Brendan Hughes, histórico hombre de campo del IRA, hace en 2001 durante sus entrevistas para el Proyecto Belfast, capitaneado por el periodista irlandés Ed Moloney.

El Proyecto Belfast nace ese mismo año con el objetivo de documentar la guerra sucia norirlandesa frente al olvido que promovía el Acuerdo de Viernes Santo de 1998, firmado el 10 de abril tras una intensa negociación entre el Gobierno británico, el estadounidense, partidos unionistas y republicanos norirlandeses. Tan exasperantes debieron ser las conversaciones que la misma noche de la rúbrica Tony Blair llamó a Aznar, que esos días andaba en Doñana de vacaciones, y le dijo: "Quillo, voy pallá, que no vea". Manzanilla de Sanlúcar y purazos con el señor con bigote para celebrar la paz.

Mientras el Acuerdo del Viernes Santo miraba al futuro para que se olvidase de una vez el conflicto, el Proyecto Belfast (jugosísimo a la par que polémico, porque los investigadores llegaron a saber más que la propia autoridad y Justicia británicas) echaba la vista atrás con una clara reivindicación de la pedagogía para decir alto y claro: los tiros en la nuca también hay que estudiarlos. Todo ello lo recoge Patrick Radden Keefe en No digas nada.

El libro plantea varios debates interesantes. El que más, a mi parecer, tiene que ver con el Proyecto Belfast, que, si bien pretendió dejar por escrito las barbaridades que cometieron los republicanos y el Gobierno británico, también se erigió como un refugio catártico para los terroristas, como Brendan Hughes, que vieron resignados cómo el Acuerdo de Viernes Santo cristalizaba la inutilidad de la causa abanderada por el IRA durante tres décadas y la traición del que hasta entonces fue la cabeza intelectual del movimiento: Gerry Adams, que formó parte activa del proceso de paz, pero que durante los Troubles firmó condenas de muerte y dirigió desde la silla las operaciones terroristas. Ya como líder del Sinn Féin (el brazo político del IRA), en un acto de cinismo inherente al servidor público, aunque magnificado en este caso, negó su pertenencia al grupo terrorista y escupió a los que hasta entonces veían en él la mano ejecutora de la materialización de un ideal.

Cuando Hughes dijo que no servía de nada pintar murales para conmemorar a aquellos que murieron solos y alcoholizados, revelaba la gran desidia del terrorista condenado al ostracismo y clarificaba el gran agujero que toda organización sanguinaria tiene en sus entrañas: una vez acabada la inútil y repugnante lucha, no hay pensión de jubilación para quienes no saben hacer otra cosa que emprenderla.

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