Para los antiguos griegos, el estrecho de Gibraltar era el fin de su mundo. El extremo occidental del mar Mediterráneo era un territorio apartado y lejano, remoto y ubérrimo, legendario y atrayente, hacia donde se dirigían las proas de sus trirremes en busca de bienes contables que los mitos se encargaron de enmascarar. Aquí se abrían las puertas del Hades, un Inframundo de custodiados quicios y feroces guardianes que vigilaban el acceso a un lugar donde varios ríos míticos confluían en un lago que servía de infranqueable linde entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Uno de estos ríos era el Leteo, que tenía la rara propiedad de que todo aquel que lo cruzara sufría el más aniquilador de los olvidos, lo cual no dejaba de poseer un sentido casi terapéutico, ya que las almas que lo cruzaban lo hacían despojadas de cualquier recuerdo de anteriores existencias. Muchos asocian este río con uno que forma parte del entramado de caudales que rodeaban la antigua laguna de la Janda: el Guadalete, con quien comparte etimología y algún que otro relato histórico relacionado con variadas amnesias.

En estos días ha tenido lugar en Algeciras un Festival del Arte dedicado a la mitología del Estrecho. En lo que fue Banda del Río y sobre un cauce que muchos tienen casi olvidado tras décadas sin verlo se organizó un encuentro donde alternaron danzas herederas de Ishtar o Inanna, versiones musicales de textos míticos publicados en este periódico y toda una náyade de representaciones legendarias posadas sobre el suelo que cubre el río que dio sentido a una ciudad demasiado propensa a los extravíos.

A la sombra de un colosal Poseidón de cartón encolado y encrespadas barbas, a la sombra de unas nubes de desarrollo que crecían con la oscura rapidez de los hechos consumados, bustos de Medusas de rizada cabellera y atractiva silueta, naves fenicias, perfiles orientales, mitos marinos, terrestres, autóctonos, foráneos, fueron depositados sobre las losas de granito de un paseo que desemboca en un mar cada vez menos mar entre expositores de arte y percusiones de la otra orilla del océano. Las pisadas sorteaban muestras de arte efímero en papel reciclado y cartelas plastificadas con nombres de artistas que el viento de levante desplazaba hacia el oeste. Las miradas se posaban en unas obras y unas letras que yacían sobre las losas de granito que cubren el cauce de un río que aún fluye metros más abajo con la constancia de la vida que se abre paso bajo bóvedas de hormigón. Muchos mitos se recrearon aquella mañana en el paseo, aunque el más real sigue discurriendo oculto, bajo capas de amnesias que tenemos la obligación de recordar: el río de la ciudad, que la ciudad sepultó y que se ha convertido en el río del olvido.

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