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Ignacio F. Garmendia
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El lema No pasarán es en sí mismo tan nimio que bien se habrá pronunciado millones de veces a lo largo del desarrollo de las civilizaciones. Pero siempre la historia tiene guardado para un elegido el poder de transformar una frase aparentemente insustancial en una auténtica consigna destinada a trascender el momento. Los expertos coinciden en que la primera vez que esta expresión adquirió el suficiente peso emocional como para ser repetida como un canto a la libertad fue durante la batalla de Verdún, en 1916. No está claro si fue el general Nivelle o el entonces comandante Pétain quien la utilizó para arengar a las tropas francesas en su lucha contra los alemanes. Me gusta más la segunda opción por paradójica. Porque 24 años bastan para cambiar el No pasarán por una alfombra roja para Hitler.
El No pasarán adquirió toda su potencia sentimental durante la Guerra Civil. Fue un pintor algecireño, Ramón Puyol, quien trazó el lema en una de sus ilustraciones de propaganda antifascista. Ese cartel inspiró profundamente a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, que terminó de popularizar la consigna tras su paroxístico discurso en la radio en julio de 1936, en el que llamaba a los republicanos a hacer frente a las tropas de Franco.
Desde entonces, Madrid se pobló de carteles con el lema que insuflaban coraje y garra a la población para resistir, y se hicieron con él popularísimas canciones. Todo ello mientras los fascistas bombardeaban las casas de los madrileños. El domingo, 87 años después, en una calle que se encuentra en el barrio más devastado de la capital durante la guerra, volvía a retumbar el lema. Pero no caían bombas mientras se entonaba, sino confeti.
¡No pasarán!, gritaron el domingo los militantes del PSOe –sabedores de que tras los resultados electorales al PP no le saldrían los números para gobernar– cuando Sánchez salió a celebrar una irónica derrota. Unos militantes que serían aristócratas a ojos de quienes arengaron a los suyos hace casi 90 años. Unos militantes que gritaron en Ferraz una tórrida noche de julio y se marcharon a casa a dormir con el aire acondicionado. Unos militantes que, orgullosos del pueblo, subieron vídeos de la fiesta a Twitter. ¡No pasarán!, exclamaban mientras en la solapa tenían enganchado el pin de Perro Sanxe. ¡No pasarán!, bramaban mientras Iceta sacaba sus pasos prohibidos al ritmo de Raffaella Carrà.
Hay algo peor que olvidar nuestro pasado: banalizarlo. Pocas dudas caben de que incluso los más jóvenes hemos comprado el guerracivilismo que inocula veneno en el lenguaje y la actitud de una generación política. Pero un guerracivilismo de postín, inconsciente, superfluo. Hoy quizá sea más necesario que nunca que nos sintamos hijos de la transición. En cambio, nos empeñamos en proclamarnos nietos de una Guerra Civil que no conocemos y que frivolizamos.
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