Aparece despreocupado y espontáneo en las maneras. Mira hacia su izquierda atendiendo a la llamada de alguien que le resulta familiar, porque sus ojos observan con la naturalidad de la costumbre y la cotidianeidad. Hay algo de esta criatura que despierta en mí una absoluta curiosidad. Admiro su postura, su brazo derecho apoyado en la nuca como si ese alguien que ha captado su atención le hubiera sorprendido sumido en un pensamiento trascendental. Los dedos de su mano izquierda se muestran dóciles, dispuestos al dinamismo y al moldeamiento de la vida.

Veo al niño en la foto, a ese niño… y me debato entre una sensación de extrañeza y semejanza. Dirijo de nuevo la vista a sus ojos magnéticos. Me atrapan y me estremecen, porque 28 años después esos ojos me observan a mí. No sé qué pretenden, pero tratan de decirme algo. No son censores ni juzgadores, no. Creo que esos ojos me piden con calidez y dulzura que recuerde. Pero, ¿qué? ¿por qué?

Me hallo sentado en el borde de la cama absorto en estas reflexiones mientras examino a ese niño. Inopinadamente, una voz anula mi escapismo. "Ese niño", me dice, "ese niño eres tú". Me invade una zozobra exacerbada y me afirmo, medroso y tartamudo, que no, que ese niño no puedo ser yo. Decido levantarme y, presuroso, acudo al baño a sincerarme frente al espejo.

Acerco horrorizado y cauto mi cara al cristal. Analizo mis ojos y compruebo que la protuberancia de mis párpados los ha empequeñecido, deslizo mis dedos por el surco morado y adoquinado de unas ojeras que son cada día más osadas y terrenales. Mi piel está agujereada por las secuelas de un acné agresivo que martirizó mi adolescencia. Estiro mi pelo, más oscuro y áspero que el de ese niño con cabellos albinos y algodonosos, y observo en mi frente zonas despobladas que adivinan un futuro de orfandad. Me lo demuestran los pelos independizados que han caído sobre el lavabo al contacto con mis manos. Mis manos… observo mis manos y carecen del dinamismo de las de esa criatura. Se me revelan rígidas, trémulas e inútiles, ahormadas ya a una vida que transcurre deprisa y antojadiza, doblegadas ante la veleidad de los acontecimientos. No, ese niño no soy yo.

Vuelvo al borde de mi cama, frustrado con mi ímproba decrepitud. Observo de nuevo a ese niño, su boca, su nariz, sus brazos tripartitos de bebé comestible, y me enfadan su desparpajo y su fatuidad. Pero llego a sus ojos y me convierto en un todo de sosiego y confianza. Desaparecen el odio y la inquina, y descubro que esos ojos me dicen que siempre tendré la necesidad de regresar a ellos. Observo mis dedos. Vuelven a ser ágiles y dúctiles como los de ese niño. Sonrío. Mis manos siempre serán capaces de construir una vida.

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