Sufro, a mi juicio, una especie de maravilloso trastorno: mi velocidad de lectura es altamente inferior a la compra de libros que hago. Mi cuenta bancaria me reprende: “No lees lento, desgraciado”. Pero son dos las razones por las que ignoro que tal vez necesite cierta ayuda. La primera es que siento que estoy construyendo algo perdurable en el tiempo, algo aún desconocido. No quiero ser padre aún, pero paradójicamente ya pienso en mis hijos: mi deseo es que acudan, cuando les apetezca y estén preparados, a este templo de tapa dura y papel que me esfuerzo en erigir.

No pretendo ser egoísta. Supongo nunca los obligaré a leer más de lo estrictamente necesario, porque entiendo que la relación entre el humano y la lectura es durante mucho tiempo intermitente e imperfecta, que se necesita tiempo para asentar sus cimientos y, sobre todo, que la imposición causa náuseas. Pero, disimuladamente, creo que me encargaré de que me vean acudir a la estantería de tal forma que piensen que hay algo de enigmático y especial en hacerlo.

La segunda razón es puramente terrenal, no hay conjeturas ni hijos aún no nacidos en ella. Compro libros de manera enfermiza porque al placer que encuentro en el simple acto de leer un libro se suma uno aún mayor: el que siento cuando sé que siempre podré comenzar a leer otro. Experimento, por tanto, una inconmensurable atracción, una obsesión casi erótica por aquellos libros a los que aún no he acudido.

Esto me recuerda a una constante en mi vida, y tal vez en la de muchos: han sido cuantiosos los momentos en los que he experimentado mayor voluptuosidad en el preludio de los grandes acontecimientos que en la celebración de los mismos, en el estar a punto de hacer que en el hacer. Me cuesta, por ejemplo, rememorar muchas mañanas de Reyes Magos, pero invoco sin dificultades la sensación que me invadía la madrugada que iban a llegar. De los esperados días de fiesta, en alguna ocasión recuerdo más las noches anteriores que compartí con mis amigos en torno a una mesa llena de cervezas elucubrando con ilusión lo que nos depararía tan solo unas horas después.

Es perra vieja la expectativa. Peligrosísima, cancerígena, potencialmente adictiva. Hay quienes piden tanto que viven en una eterna insatisfacción. Hay quienes piden tan poco que no saben hacer frente a tanto. Pero dejémonos de escenarios extremos y maniqueísmos. Al fin y al cabo, aunque a veces nos cueste, nos manejamos mejor y más a menudo en actitudes funambulistas. Y yo, la verdad, tampoco pido mucho, oiga. Tan solo tener siempre a mano un libro más que leer.

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