Fuiste tan determinante para la ciudad que, desde época musulmana, tu topónimo sirvió para nombrarla. Isla Verde de hojas de vid y cañaverales salobres, protegiste la bocana del antiguo río donde se refugiaban las naves antes de que existiera puerto alguno. Durante siglos fuiste el rompeolas natural de todos los temporales de sudeste, el alfa y el omega de una población que tenía contigo un pie en el mar que se abría a amplios estrechos. Eras lo primero que pisaban todos los que acudían a este territorio de confines que tantos anhelaban: la mítica isla de Avieno que contempló lecturas tartésicas, travesías fenicias, asentamientos romanos y los primeros desembarcos africanos en el cruce de una rosa de los vientos abierta a enseñas de todos los pabellones que algún día se hicieron a la mar. Bautizaste a la ciudad y a su alfonsina diócesis y fuiste testigo de su terca recurrencia de altivez y destrucciones. Eras Algeciras y no lo eras. Desde una oportuna distancia la contemplabas y la veías sin verte. Entre el monte de Tarik y la sierra de la Luna, una ínsula en un mar cercado por la tierra.

En el siglo XVIII pudo tu valor estratégico. Tras el desembarco inglés en la roca de levante, desde los cerros de poniente decidieron fortificar tu triangular perímetro y se alzaron los muros que te hicieron fuerte. Paramentos lisos, puertas monumentales, losas de Tarifa y cañones de hierro defendieron tu perímetro que cortejaron baterías flotantes y grandes asedios hasta convertirte en el epicentro de la batalla naval que llevó el nombre de la ciudad por ti nombrada. Tras tiempos de guerras perdidas, furtivos exilios y seguros escondites, erigieron un faro que guiaba a las quillas hasta un puerto aún apartado. Luego te utilizaron para alargar el dique natural que siempre fuiste, alzaron grúas de míticos nombres y te unieron a tierra firme con un puente por donde unas vagonetas transportaban bloques de caliza desde los Guijos hasta ciclópeos espigones marinos. Nuevas guerras, nuevos escondites. Luego llegó el incendio del antiguo Kursaal y un progreso que acabó anulando tu condición de isla. Fueron alejando el mar de tus milenarias costas y el puerto te rodeó de tanques, depósitos y asfalto. Durante décadas has permanecido oculta a la vista de todos y tus muros venerables dejaron de parar las olas y oler a yodo; sin embargo, el que borró tu orilla ha mandado recrecer paramentos, levantar puertas y sacar al sol antiguas losas de Tarifa. Ha desnudado al faro y vuelve a contemplarse tu altivo porte defensivo, aunque ningún buque pueda cortejarte.

Tu oportuna restauración resulta un acto de justicia, pero también de fe en la capacidad de la imaginación humana: desde los muros recrecidos podremos olvidar por un momento el asfalto y recordar el mar que te separaba de la ciudad que apenas es consciente de que por ti fue nombrada.

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