Sigmund Freud escribió que el elemento común de las principales revoluciones científicas había que buscarlo en el tremendo varapalo que supusieron para el alto concepto que –sumando arrogancia a ignorancia– tenía el hombre de sí mismo. Freud situaba el primer revés para el egocentrismo imperante, en el cambio de un universo geocéntrico a otro heliocéntrico (Copérnico, Kepler, Galileo). De repente, la humanidad pasó de estar en el centro del universo a ser apenas una mota de polvo en los arrabales de una modesta galaxia. La segunda revolución fue la teoría de la evolución que Darwin presentó en El origen de las especies, escamoteando al hombre su particular privilegio de haber sido creado de forma especial y relegándole a ser un eslabón más del reino animal. Después Freud insinuaba que su propio descubrimiento del inconsciente había supuesto un tercer hito, al arrebatar al hombre el dominio sobre su propia mente.

Puede decirse que, aunque no sin pocas renuencias, la primera de las revoluciones ha sido unánimemente aceptada y en general, todos asumimos la insignificancia cósmica de la Tierra. En cuanto a la tercera, aun existiendo consenso sobre el antojadizo software que rige nuestros actos, resulta evidente que las grandes aportaciones de Freud: el inconsciente y el psicoanálisis han perdido terreno frente a la química cerebral y los psicofármacos. Sin embargo, la segunda revolución, la iniciada con la publicación del libro de Darwin hace 150 años, sigue siendo objeto de controversia, si no científica si al menos de índole moral ya que la evolución entra en conflicto con las creencias religiosas al hacer a Dios innecesario para explicar el mundo.

En EEUU, el 42% de la población sigue pensando que Dios creó el mundo en seis días, que Noé fue una especie de adelantado del negocio de los cruceros y que la torre de Babel fue la responsable del galimatías étnico y lingüístico con que fueron castigados los hombres. También en el resto del mundo las tesis creacionistas siguen teniendo plena vigencia y si no se reproducen los encendidos debates norteamericanos es más por desinterés y desconocimiento sobre el asunto que por la aceptación de los postulados formulados por Darwin. Se podría decir que el antievolucionismo está en la calle, pero no tiene ningún impacto en el mundo científico. Lógicamente los más eruditos de los creacionistas han elaborado una hipótesis algo más sofisticada que la contenida en el Génesis oponiendo a Darwin el llamado “diseño inteligente”, esto es que estamos demasiado “bien hechos” para ser el fruto de azarosas mutaciones y, por tanto, tenemos que ser obra de Dios. No obstante, decía con ironía el antropólogo Jay Gould, hasta el más chapucero de los ingenieros consideraría un disparate colocar un vertedero (las cloacas) junto al parque de atracciones (los genitales). Si Darwin estaba equivocado… Dios fue un bromista de cuidado.

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