La colonia y el diputado Rosety

El estatus de Gibraltar incide en la Hacienda española en un dolo que cada año reúne cifras de siete u ocho dígitos

Sería arduo dar idea, siquiera aproximada, del descomunal entramado que como una inmensa tela de araña se extiende alrededor de la realidad social, militar y política del Peñón. La Roca teje desde Convent Place esa costosa tela que ya pesa más de lo tolerable, a las arcas del gobierno colonial. El llamado chief minister es algo parecido a un cacique de pueblo al servicio de un señor feudal. No pocos de los numerosos bufetes de la colonia -la ciudad es una república de bufetes- tienen al propio gobierno colonial entre sus clientes. En especial el Hassans, donde trabajaba el actual chief minister y del que es socia su esposa Justine. Todos ellos e incluso algunos de los más grandes bufetes españoles tienen o dicen poder llegar a tener conflicto de intereses cuando se les propone llevar un asunto contra el staff de la colonia.

Gibraltar, en suma, es un todo insólito en donde el sistema judicial -como todo lo demás- participa de la singularidad colonial y de la opacidad de sus intereses. Es un ménage à trois en el que el capital, libre de polvo y paja, comparte cama con los bufetes y el poder político. Todo ello envasado en una falsa democracia de pitiminí, doméstica y domesticada, aplicada a una población civil de aluvión. Una población de interés menor, subordinada a una estructura militar que ordena, manda e ignora por completo a la región, más allá de las servidumbres que le hacen de escudo. Al margen de su verdadero carácter de colonia militar, Gibraltar no produce nada, es un ingenio mecánico-social que procesa y transforma lo que le llega. En donde el juego, el alcohol, el tabaco y la gestión financiera son los puntos de apoyo de una economía y de un sistema inescrutable. El estatus de Gibraltar incide en la Hacienda española, según cálculos de modesto alcance, en un dolo que cada año reúne cifras de siete u ocho dígitos.

Pues bien, en ese histriónico y extravagante lugar orlado de macacos en el que las personas son ciudadanos silenciados bajo peculio, un tribunal (¿?) ha condenado a un diputado nacional español por expresar libremente su opinión sobre la malversa oscuridad que impera en la colonia. Se trata de Agustín Rosety Fernández de Castro, diputado precedido de una brillante carrera militar que culminó en el empleo de general de brigada de Infantería de Marina. No quiero suponer que una tropelía semejante pueda dejar indiferente a las instituciones políticas españolas.

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