EN España, un país propenso a la corruptela desde que se bajó en la playa el primer fenicio, nos preocupa más con quién se acuesta la vecina (y si va a llover mañana) que qué hacen los que manejan nuestro dinero por debajo de la mesa del despacho. Si el político de turno tiene las calles limpias, sin baches y sin navajeros, el ciudadano perdona (o asume, con resignación) el hecho de que esté poniendo la mano con disimulo. Por eso el impulso que lleva a la primera plana de los periódicos el patrimonio de los diputados y senadores responde al deseo nacional irrefrenable de conocer si tal o cual esconde un Mercedes en el garaje o un Dalí junto a la foto de bodas. Está bien que exista un control de los bienes de los que manejan los euros de todos para fomentar la transparencia. Pero a mí me personalmente me importa un pepino si el político de turno tiene tres hipotecas o siete. Lo que quiero es que los que tienen que hacerlo velen porque no se lo lleve calentito.