Siendo niño, cuando veía películas o documentales sobre pueblos salvajes, lo que más me llamaba la atención (aparte del misterioso hecho de que los censores considerasen como algo inofensivo –moralmente hablando– la visión de las tetas de las aborígenes y que, en cambio, la contemplación siquiera fugaz de los pechos de una blanca supusiese un peligro mortal para nuestras inocentes almas) era la manera en que los negros se pintarrajeaban el cuerpo y los artefactos que se ensartaban en él para, a mi infantil parecer, hacerlos todavía más feos de lo que de natural eran.

También recuerdo que viendo Moby Dick tanto o más desasosiego que la ballena blanca o el capitán Ahab, me producía la cara tatuada del fatalista arponero maorí Queequeg que empleaba su tiempo libre en fabricarse un ataúd. Y tengo que confesar que sentí escalofríos cuando en Un hombre llamado caballo, Richard Harris para “reconvertirse” en indio, se dejaba colgar por sus agujereados pezones en una ceremonia que no dejaba dudas de lo bestias que podían llegar a ser los sioux.

De manera natural, uno suponía que esa utilización del cuerpo ya fuese a manera de lienzo andante o de muestrario de quincallería, tenía su razón de ser en el primitivismo del personal que lo practicaba. A falta de mecanismos más sutiles con los que expresarse recurrían (como los animales) a dispositivos visuales que servían tanto para pregonar su rango entre sus congéneres como para atemorizar a los enemigos. De hecho, cuando tal costumbre se trasladó al mundo “civilizado” lo hizo a través de colectivos marginales (marineros, mercenarios o convictos) que no destacaban precisamente por su sofisticación intelectual. Difícilmente se podía imaginar, hace unos años, que tan bárbaro –y en sentido antropológico– elemental proceder iba a convertirse en algo corriente.

Los niños que cuidábamos de manera casi enfermiza para que el acné no les provocara antiestéticas marcas o para que las inevitables secuelas de sus correrías infantiles no les dejasen cicatrices, nos aparecen un día en casa con la lengua ensartada por un cilindro metálico y la nariz atravesada por una argolla como las que se usan para facilitar el manejo del ganado y con una serie de tatuajes decorándoles el cuerpo. Interrogados los jóvenes sobre las motivaciones que les inducen a espetarse como una sardina o a marcarse como un ternero, no encontramos argumentaciones espirituales, tribales o religiosas; lo hacen simplemente porque es “guay” y porque sus ídolos (principalmente musicales y deportivos) los han puesto de moda. ¿Cómo convencerá a su retoño, la futura mamá del labio anillado, para que no se meta cosas en la boca? ¿Qué aspecto tendrán el fiero dragón de la espalda y la sensual flor del culo en los cincuentones? La quimera de esta juventud es creer (aún sin saber muy bien quién es) que Dorian Grey existe.

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