Cuando Joseph Roth relata en Fuga sin fin su encuentro en Berlín con el teniente Franz Tunda, es decir, en cierto modo consigo mismo, se detiene unos párrafos en analizar su semblante. Definitivamente, “Tunda había terminado de elaborar su rostro”, dice el austríaco. La ceja derecha, continúa, estaba más alta que la izquierda. “Esto le daba la expresión de un hombre que observa con asombro altanero las extrañas circunstancias de este mundo (…) Su mirada era astuta y al mismo tiempo tolerante. Miraba como alguien que acepta el sufrimiento con tal de sacarle experiencias”.

Veo a diario rostros a medio hacer, rostros definidos prematuramente y rostros que ya deberían estarlo pero que la voluntad y la inmadurez humana se niegan a moldear. Me interesan los segundos, porque los primeros siguen el camino correcto de la búsqueda del semblante perentorio y los terceros son, en el fondo, inconscientes zangolotinos a los que no cabe más que tratarlos con cierta compasión. Pero el rostro prematuramente definido está despojado de voluntariedad y no suele provenir de la felicidad, que es efímera, sino de la desgracia, que tiene un mayor poder definitorio.

La muerte de un padre o una madre cuando se es adolescente abulta los párpados, contrae las cejas y tan solo deja a los ojos una pequeña abertura a través de la que se ve el mundo como cuando se tiene mucho sueño. Comienzan a nacer en el entrecejo las arrugas de la seriedad, esas que solo salen por la muerte o porque te deslumbra el sol. Curiosa dualidad. La oscuridad más absoluta y la luz más destellante se traducen en la misma expresión. De distinta manera, la piel se vuelve cada vez más tersa en los extremos de los ojos y en la región labial. Nada como la muerte para combatir las patas de gallo.

Es contra esos rostros contra los que hay que luchar para que pierdan su rigidez. El del chaval huérfano, el del pequeño acosado en el patio del colegio, el del joven al que noquea un trastorno de ansiedad, el del niño de la guerra, ese plomizo cubierto de polvo de destrucción que se vuelve negro debajo de los párpados inferiores a causa del llanto desconsolado. He visto rostros así, sí. Rostros acerados que perdieron demasiado pronto sus propiedades plásticas y olvidaron el dinamismo de la vida. Rostros de enfermos del alma que actúan por automatismo. Sí, desde luego he visto rostros así. Durante muchos años vi uno frente al espejo. Hoy, vuelvo a examinarlo. En él quedan las marcas inexorables de la desgracia pasada, pero observo con la satisfacción del trabajo bien hecho unas líneas cada vez más pronunciadas en los extremos de los ojos. Unas líneas que demuestran que, en el fondo, ese rostro jamás se rindió y que por siempre me recordarán, si alguna vez dejo de ser feliz, que un día lo fui.

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