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Eduardo Jordá Eduardo osborne

RabiaEducación: cuestión de eficiencia

La polarización política, cada día más acusada, se nutre de esta rabia sorda que nos gobierna a su antojo Sorprende la insistencia de nuestra izquierda en bajar el mínimo nivel exigible para enmascarar resultados

Vivimos en una sociedad en la que hay más rabia y descontento y odio que en otras épocas? Difícil saberlo. Hay eruditos que han estudiado la evolución del sentimiento de rabia -o ira, o furia- desde la antigüedad, y lo que han descubierto no aclara mucho las cosas. Eso sí, la cólera de Aquiles al comienzo de la Ilíada era un sentimiento muy distinto de la cólera que siente una persona que vive en una sociedad desarrollada del siglo XXI. Aquiles no podía entender su cólera sin la subsiguiente idea de venganza: para él, la rabia iba dirigida contra alguien en concreto al que había que castigar por haber causado un daño a una persona querida o que perteneciera a su mismo grupo social. Nuestra rabia, en cambio, es una emoción ciega y sorda que ni siquiera sabe muy bien lo que quiere. No apunta contra nadie en concreto ni busca nada, ni siquiera una pequeña reparación. No, nuestra cólera es otra cosa que no sabemos muy bien qué es, pero que cada vez tiene más presencia entre nosotros. Nos guste o no, vivimos en una sociedad enrabietada, tensa, desquiciada.

La polarización política, cada día más acusada -y en casi todos los países desarrollados-, se nutre de esta rabia sorda que nos gobierna a su antojo. Y eso se traduce en la atracción por los extremos políticos y en el odio patológico al adversario. Cada día tenemos más casos así. En Chile y en Perú se han enfrentado en las últimas elecciones la extrema derecha contra la extrema izquierda. El centro y todas las opciones moderadas han desaparecido. No había otra opción: o un extremo u otro. En Estados Unidos, la fanática izquierda woke se presenta como alternativa a una derecha cada vez más reaccionaria. Ya hay milicias armadas dispuestas a defender a los suyos frente a los otros. En Europa las cosas tampoco pintan bien. Y entre nosotros mejor no hablar: hay que tensar al máximo la situación, cueste lo que cueste. ¿Y las consecuencias? Ah, las consecuencias no le importan a nadie, pero lo que está pasando en Cádiz se puede contagiar fácilmente a todo un país desmoralizado y roto, sobre todo cuando mucha gente tiene la sensación de que unos pocos granujas se dedican a hacer de las suyas sin que nadie vaya a pararles los pies.

El invierno del descontento, decía el primer verso de una tragedia de Shakespeare repleta de violencia y de odio (Ricardo III). Hacia allá vamos.

LA pasada semana, se publicó en el BOE un Real Decreto promovido por el Ministerio de Educación, el cual modifica el criterio de valoración de los alumnos en las tres etapas de la educación, incorporando como mayor novedad la posibilidad de obtención del título de bachiller aun no habiendo superado una asignatura, lo que ha llevado a la indignación de bastantes docentes que ven ahí un paso más hacia una progresiva desconsideración del mérito y el esfuerzo como pilar básico del progreso (y recompensa) del alumno.

En realidad, este nuevo golpe de tuerca del Ministerio no hace sino consolidar una idea de la educación más transversal de la que ha venido rigiendo, con sus matices, desde la época de Villar Palasí, basado en la adquisición de conocimientos de memoria (los codos de toda la vida) evaluados mediantes exámenes fácilmente objetivables que simplemente hay que superar. Como alguien ha expresado (porque, aunque no lo parezca, la reforma también tiene sus defensores) se trataría de pasar de pasar de un proceso obsoleto de evaluación a otro más moderno, donde al alumno no se le valore sólo por su buena memoria, sino también por su creatividad e interés en el enfoque de los temas.

En mi opinión, el problema de éste y otros sistemas avanzados de evaluación que se alejan del criterio tradicional es el mismo que surgió con la reforma universitaria del plan Bolonia, o más allá en el tiempo, con la instauración de la demonizada L,ogse (ley, por cierto, poco leída y peor aplicada), no es tanto el sistema en sí, que en grupos reducidos puede dar excelentes resultados, sino su falta de eficiencia. La asistencia personalizada al alumno durante toda su vida escolar, la formación basada en la experimentación y el trabajo en grupo, y su evaluación mediante un sistema personalizado, exigen de unos recursos que el Estado simplemente no dispone, por lo que se corre el riesgo cierto de que todo se quede finalmente en fuego de artificio.

Por eso, sorprende esa machacona insistencia de nuestra izquierda en bajar el mínimo nivel exigible para enmascarar resultados, cuando lo que realmente necesita el alumno que parte en desventaja es, primero, un título sólido que le sirva para el futuro, y después, ayudas públicas (y privadas) para poder afrontar sus estudios superiores. Todo lo que no sea eso conlleva más desigualdad y diferencia, aunque después nos vendan lo contrario.

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