NO hay derrota más triste que la que se tiene que soportar sin ni siquiera haber tenido la oportunidad de luchar. En la historia hay fracasos con honor, decesos (políticos) con cierta grandeza y debacles que, a falta de medallas, al menos gozan del beneficio de la literatura. No es el caso del presidente (ya casi en funciones) Zapatero, al que los socialistas han relegado en esta campaña electoral, llena de apelaciones a los viejos patriarcas, a un único acto público con Rubalcaba y que ayer comenzó lo que podría calificarse como la ruta de las periferias interiores: mítines en Soria y Ávila. Probablemente camino de León, que será su particular monasterio de Yuste. Laico, por supuesto.

Zapatero llegó a la Moncloa prometiendo de forma solemne: "Os prometo que el poder no me va hacer cambiar". Y, como todas las frases solemnes, los astros y los propios errores se confabularon para llevarle la contraria. La promesa fue destrozada por el tiempo y las circunstancias. Se nota que no entendió a Ortega y Gasset: uno no es más que sus circunstancias. Quizás crea (en su fuero interno) que él no ha cambiado, pero es un hecho que sí lo hicieron sus políticas, probablemente porque se encontró frente al precipicio de la realidad. El agujero era negro y parecía no tener fin. Tuvo que hacer tantos equilibrios para no caer que se quebró la cintura. Desde ese día no volvió a ser el mismo. Los demás (sobre todo los suyos) dejaron de verle como el poder para situarlo en el estante de los jarrones chinos.

El tiempo probablemente le haga algo más de justicia que el presente. Aunque, afortunadamente, el relato de la historia no siempre lo escriben los propios gobernantes. En caso contrario no existiría la polisemia: los distintos significados, a veces contradictorios, que brotan al analizar cualquier gestión política; humana y, por tanto, imperfecta. Zapatero, al que ayer oía por la radio reclamar -con tono airado- la intervención de Europa frente al inoperante eje franco-alemán, cometió el pecado de convertirse, en horas 24, en el reverso de su propia estampa. La incoherencia, cuando se está ante los focos públicos, no se perdona jamás. Al poder nunca se le ama: se le teme o se le tiene respeto. Punto. Zapatero ya no infundía ninguno de ambos sentimientos. Su telón ha tocado el escenario.

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