Era una mañana invernal y las niñas de 5º de la EGB hacíamos nuestras cuentas en los cuadernos de dos rayas mientras fuera caía la lluvia. Concentradas en las operaciones aritméticas, guardábamos silencio religiosamente ante la mirada escrutadora de la señorita Josefina, que, formada en los escuadrones de la Sección Femenina, nos imponía un tremendo respeto. Aquel era un colegio público, situado en un barrio -mi barrio- que entonces se llamaba Barriada del Caudillo; pero su carácter público no le impedía cumplir escrupulosamente con los cánones establecidos: se cantaba el ángelus a las doce, se mantenía una rigurosa separación entre los niños y las niñas y, no pocas veces, se aplicaba la severa disciplina correctiva de la palmeta y la bofetada.

Allí andábamos las niñas, ayudándonos con los dedos para contar, cuando se abrió la puerta del aula y entró la directora. "Buenos días, señorita Milagros", dijimos todas a coro. La directora traía en sus manos un gran retrato en el que se veía a una pareja joven: él, vestido de uniforme verde militar, con su banda y sus insignias; ella, con un extraño vestido largo y acampanado de color fucsia y un minibolso del mismo color. Resuelta, la señorita Milagros se dirigió hasta la pared del frente dispuesta a quitar el retrato de Franco que allí estaba, junto al crucifijo y la pizarra, y a sustituirlo por el de los nuevos reyes. Cuando la señorita Josefina percibió sus intenciones, avanzó velozmente hasta el lugar para ponerse delante del retrato del dictador muerto que aún colgaba de la pared: parecía una especie de heroína de otro tiempo protegiendo con su cuerpo a alguien de un ataque feroz. Para entonces, naturalmente, las niñas ya habíamos dejado las cuentas y observábamos atentas el espectáculo sin entender prácticamente nada.

Las dos señoritas comenzaron a forcejear: la una con el nuevo retrato entre las manos e intentando descolgar el de Franco; la otra apartándola a empujones con las manos y dando voces -como nunca antes habíamos oído- para impedirlo. La cosa fue calentándose, como diríamos hoy día. La demostración más clara a nuestros ojos era que el marcado de peluquería de la señorita Josefina empezó a sufrir una progresiva alteración hasta acabar cayendo sobre su frente un mechón largo y desordenado. In crescendo el forcejeo, todas las niñas vimos como la mano de la señorita Milagros se dirigía directamente al cuello de la señorita Josefina enganchando su collar de gruesas perlas. Roto este, las perlas cayeron al suelo produciendo un golpeteo discontinuo y estrepitoso; luego, rebotaron y rodaron despavoridas por todos los rincones de la clase.

La pelea paró, pero debimos aprender entonces, de algún modo, que la democracia lo iba a tener muy difícil y que siempre habría alguna persona dispuesta a defender el totalitarismo con sus propias manos.

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