Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Corbatas

HAY corbatas que son como una soga de ahorcado y corbatas que parecen una lengua sacada en son de burla. Depende de quien la lleva, y no de la corbata en sí. La del comisionista que tiene que ir trajeado en pleno verano, por exigencias de imagen, pertenece al primer tipo. La del director del banco con el que hemos firmado una hipoteca de por vida pertenece, más bien, al segundo. Al primero lo vemos como a un pobre hombre atado a un ronzal (que es la versión no letal de la soga); al segundo, como a un bromista genial que nos saca la lengua para animarnos a reírle la mala pasada que acaba de jugarnos. Tampoco el color tiene nada que ver: a veces, una corbata llamativa no hace sino subrayar la esclavitud de quien la lleva; y una circunspecta corbata negra suele ser, en ocasiones, el uniforme de trabajo del ladrón de guante blanco.

Digo todo esto para dejar claro que no estoy ni en contra ni a favor de las corbatas. No las uso con frecuencia: en mi juventud estuvieron de moda entre los "modernos" y los rockeros, lo que me hace verlas como una prenda más bien transgresora, que sólo se pone uno cuando quiere llamar la atención. Pero esto, ya lo sé, son fantasías de descorbatado. Y un descorbatado viene a ser, respecto a su imagen, lo que un descamisado respecto a la riqueza: alguien que se sabe excluido de la convención, o que no sabe asumirla con la necesaria naturalidad, igual que un descamisado no sabría qué hacer con un premio gordo de la lotería.

No creo que sea el caso, en fin, de ese ministro que acudió el otro día sin corbata a una sesión parlamentaria, y al que, en señal de amonestación, el presidente del Congreso le hizo llegar un ejemplar de dicha prenda; a lo que el otro replicó con el envío al primero de un termómetro, para darle a entender que las altas temperaturas justificaban ese gesto suyo de informalidad. Lo que, naturalmente, ha servido de precedente para que otros se descorbaten. Y es que en la política pasa lo que en esa película de Charlot: en cuanto uno enarbola un trapo rojo por la calle, toda una multitud se apresta a seguirlo, creyéndolo el abanderado de una revolución... Ya hay quienes se han apuntado a la revolución de las corbatas; que, en el escalafón de las revoluciones posibles, viene a ser la más tonta de todas.

Yo, ya les digo, no suelo usarlas. Pero guardo ciertas formalidades indumentarias a las que no renuncio ni por el frío ni por el calor. Y eso que mi lugar de trabajo, a diferencia del Congreso de los Diputados, no dispone de calefacción ni de aire acondicionado. Porque la ropa no es exactamente una adaptación al medio, como creen algunos darwinistas indumentarios, sino la asunción de cierta imagen personal y profesional, que se debe a uno mismo y a los otros. La de los ministros implica llevar corbata. Y, si pasan calor, que se aguanten.

benitezariza.blogspot.com

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