Campo chico

Alberto Pérez de Vargas

Mi primo Luis

Cuando jugábamos a las bombas en el callejón y llegaba Luis Alberto, nos quedábamos a la expectativa

Cardona, Del Castillo, Gallardo y Pérez de Vargas en 1957.

Cardona, Del Castillo, Gallardo y Pérez de Vargas en 1957.

Los gitanos viejos te llaman sobrino cuando te quieren y los jóvenes te llaman primo cuando te tienen como algo suyo. No creo que eso suceda en otras latitudes y mucho menos que los que no somos de esa etnia, pero la sentimos parte de nuestro acervo cultural, adoptemos esas expresiones para referirnos a los que no son parientes como si lo fueran. Más aún, porque adoptamos los términos a título de lo que debieran significar y no de lo que significan como consecuencia de un parentesco de sangre. Tanto es así que llamamos tío a quien perteneciendo a una generación de las precedentes, queremos situar entre nuestros amores. Todo eso es muy nuestro, muy de esta Andalucía intensa de nuestros alrededores. Porque hasta Triana y hasta la raya, hasta Puente Genil y el derramar marítimo de la serranía de Ronda, la densidad del duende es más intensa. He tenido y tengo, gracias a la Divina Providencia, tíos y primos de ese corte, pero no se trata ahora de referirme a los que nos merecen ese trato, sino a su empleo, a las esencias que requieren su uso. Tío, primo y sobrino adquieren la grandeza de un título salido de la factoría interna de nuestros corazones.

A Luis Alberto del Castillo Navarro le llamábamos primo, Paco y yo. Bien que Paco, me refiero a Francisco Rafael Moya Navarro, era de verdad primo carnal de Luis Alberto. Sus madres eran hermanas. Paco se refería a él y a mí como sus hermanos, pero eso no es muy de destacar. Paco tenía muchos hermanos y dos de ellos, tal vez los más íntimos, también se llaman Paco; Acevedo y Oliva. La gente buena tiene tantos hermanos y tantos primos que no es posible alcanzar toda la nómina. Yo no sé si Luis Alberto y Paco, heredaron la bondad de sus madres. Seguramente así fue, yo conocí bien a las dos, pero sobre todo a María, la madre de Paco, a la que, estoy seguro, tendrá Dios en vanguardia de sus almas preferidas. Dudas me caben, no obstante, pues si bien no conocí tanto al padre de Luis Alberto, quise, al menos tanto como al mío, al de Paco, a Antonio Moya, un hombre maravilloso, entrañable, que sufrió la guerra y la posguerra en el pelotón de los vencidos. Mi querido Antonio González Clavijo, escribió en el mes de agosto, en este mismo periódico (se publicó el día 11), un espléndido apunte biográfico de nuestro cronista. Somos muchos los que como él, hemos escrito sobre esta figura grande de nuestro tejido cultural, pero Antonio ha descendido al detalle. También Quino López, periodista madurado en la Redacción de Europa Sur, se refirió, el pasado domingo, a la brillante trayectoria intelectual de Luis Alberto. Sus relatos se han complementado en un binomio de dos variables evocadoras de una personalidad acogedora y receptiva, que irradiaba paz interior y bondad. Y ese binomio ha cuajado ayer mismo en un obituario que firma González Clavijo.

Bar Bohórquez, en una esquina de la calle Sacramento, entorno a 1960. Bar Bohórquez, en una esquina de la calle Sacramento, entorno a 1960.

Bar Bohórquez, en una esquina de la calle Sacramento, entorno a 1960.

El padre de Luis Alberto era un maestro pastelero formado en la Pastelería Miranda que rodeaba la esquina de la Plaza Alta con la calle Convento, al otro lado de La Plata. Precisamente en la vivienda de la primera planta del edificio de Miranda, nació el poeta José Luis Cano, que viviría su infancia en casa de sus tías, en la calle Ancha, donde erróneamente se sitúa su casa natal. El edificio estaba coronado por un caserón de madera que se había construido en su azotea. Era el estudio de José Gázquez Morales, fotógrafo y padre e hijo de fotógrafos. Reconocido retratista, fue alcalde de Algeciras entre los años cuarenta y cuarenta y seis. Sus gestiones y el empeño que puso en ellas, fraguaron en la construcción del Instituto Nacional de Enseñanza Media, que con poco acierto ha sido bautizado como Kursaal. Luis Alberto solía referirse irónicamente a ese pintoresco nombre – ¡tantos como podrían haberlo sido!– exagerando la doble a. Él estudió sus primeros años y el curso preuniversitario en ese Instituto, pero debe considerársele formado en San Felipe Neri (Cádiz), que con los jesuitas de El Palo, en Málaga, eran por excelencia los centros de fuera de la comarca más solicitados. Excepción hecha del célebre colegio San José de Campillos, especializado en muchachos menos receptivos al estudio. Luis Alberto y yo bromeábamos al mencionar el nombre de nuestro viejo y entrañable Instituto: Kursaal es una palabra alemana que significa sala de curas, aunque se utiliza para nominar centros de ocio para el juego y salas de baile. En nuestro caso, como es sabido, fue el nombre del pabellón del hotel Cristina instalado sobre la orilla de la playa del Chorruelo, que albergó durante unos años los estudios de Secundaria y fue destruido por un incendio.

Cuando Paco y yo jugábamos con el Quili a las bombas en el callejón, y llegaba Luis Alberto, que era un par de años mayor, deteníamos el juego y nos quedábamos a la expectativa. Luis, el primo, ya leía novelas de ciencia ficción y coleccionaba soldaditos de papel. Los recortaba cuidadosamente y los clasificaba. Para los tebeos, íbamos donde Daniel, en la Plaza Baja, que nos recibía con su bata gris y la seriedad propia de un librero de casta. Antonio, en la calle de las Huertas, era muy diferente, menos formal. Luis era más de Antonio con quien se mantuvo en contacto hasta que aquel querido paisano se jubiló, donando sus fondos a la ciudad. A propósito de ello, en octubre (el día 23) de 2017, se expuso la colección de cómics, es decir, de tebeos, de la red municipal de bibliotecas, basada en la donación de Antonio. Daniel Florido tenía su chiringuito en la plaza del mercado, en un portal junto al Bar Bohórquez. Allí cambiábamos los cuentos que no queríamos conservar y conseguíamos los que nos faltaban de El Cachorro, de Roberto Alcázar y Pedrín, del Guerrero del Antifaz, de Hazañas Bélicas y de otros muchos. Daniel resultó ser un gran poeta y fundaría en 1967 junto a Manuel Fernández Mota y Antonio Sánchez Campos, la legendaria revista Bahía.

Luis Alberto era un adelantado en curiosidades e inquietudes. Competía con Enrique Gippini en coleccionar cajas de cerillas y tenían ejemplares de todo el mundo. El padre de Enrique era, en los años cincuenta, el delegado de Tabacalera en Algeciras y vivía con su familia en un chalet frente al mar, al final del Callejón del Muro. Cerca del pequeño pantalán que apuntaba hacia el Ojo del Muelle, donde hoy está el restaurante Din Don; precisamente en la finca que llamó la atención de la familia Landaluce, circunstancialmente por estos pagos, y supuso su definitiva radicación en nuestra ciudad. Luis Alberto vivía en un caserón que formaba la esquina de la calle Prim (o Mola) con el callejón Bailén, frente a la Sevillana, a la que se accedía por un portal junto al que luego se instalaría el popular Bar Kito, una freiduría de leyenda. Fue donde su padre instaló la confitería La Favorita con su obrador. Tanto la casa de Gippini como la de Luis Alberto eran sedes frecuentes de nuestros esporádicos guateques y fueron no pocos los que celebramos en aquellos salones. Hasta que los padres de Santiago Sarmiento hicieron en la Fuentenueva una casa con un patio jardín que admitía cualquier iniciativa. Santi y Eloy (Alba) preparaban una sangría con frutas que rompía todos los moldes.

Luis Alberto era ya un joven intelectual con el que se podía hablar de cualquier cosa. Nos sorprendió marchándose a Murcia a estudiar Derecho, cuando todos, por lo general, nos repartíamos entre Granada y Sevilla. Desde allí me enviaba ejemplares de Acta Universitaria, una revista de creación literaria de gran calidad, en cuya Redacción él participaba. Hicimos juntos el preuniversitario, él en letras y yo en ciencias, y pudimos participar ambos en la puesta en escena (leída) de Le bourgeois gentilhomme. No sé si la comedia de Molière formaba parte del programa o es que Doña Marina pensaba que eso nos haría aprender un mejor francés, pero el caso es que estuvimos empeñados en su representación a lo largo de todo el curso. La tradición pastelera de su familia, le pasó a Luis de largo y fue su hermano Juan quien la continuó después en un obrador instalado en la curva-cuesta que conduce desde la Plaza Alta a la calle Trafalgar. Luis ejerció algún tiempo como abogado, sólo mientras iba definiéndose como historiador, escribía poesía, ensayaba narrativa y abordaba cualquier tarea que satisficiera su gran curiosidad intelectual.

El nombramiento de Luis Alberto como Hijo Predilecto de Algeciras nos honró a todos sus paisanos, pero sobre todo a los de su generación, la que cumplía en los años cincuenta el rito y la liturgia de su formación, ya fuera en el trabajo, en el estudio o en las artes plásticas o del espectáculo. La Generación del Cronista la llamaría para siempre, más que nada ahora que la presencia física de su referencia es ya histórica. Se me ha marchado ya mucha gente, es lo que pasa cuando vives más de siete décadas. Pero aquellos que hemos tenido el privilegio de nacer o de crecer en estos lugares mágicos, llenos de belleza, de duende y de señorío, del sur de España (Sur se llama mi nieta), y además hemos aprendido a ser personas entre gente maravillosa como Luis Alberto y entre tantos otros de más o menos sus años, aquellos que hablamos con el mismo acento y nos hemos beneficiado de las mismas luces, de los mismos vientos, tengo la impresión de que, como ocurre con Luis Alberto, no nos moriremos nunca.

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