No somos pocos los que jugábamos al coger con la infancia frente a la puerta de una peña. La mía era flamenca. La suya quizás fuera carnavalesca o amparada en esa feliz indeterminación que otorga el título de recreativa-cultural. Los padres dentro, preparando la charanga, jugando al mus o jaleando a voz en grito (o criticando entre susurros) al cantaor de turno. Los niños fuera, dando carreras que orbitaban alrededor de la puerta, portadora, por efecto contagio, de esa especie de fuerza gravitatoria que emanan los padres sobre los hijos de corta edad. Hijos de peñistas. Callejeros sin remedio, ruidosos, seguros. Aprendimos sin darnos cuenta el valor del trabajo en equipo, marcados para bien y para mal por la necesidad de pertenencia, educando el oído a melodías no siempre recomendables. Pero crecimos y nos fuimos, dejando dentro a una generación sin relevo. Hijos de peñistas. Nunca del todo dispuestos a cruzar la puerta y entrar.

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