El sentimiento de culpa es innato en el ser humano. Cualquier acción desarrollada tiene sus posteriores consecuencias y cuando llevarlas a cabo nos estruja el estómago inmediatamente después de realizarlas sabemos que estamos perdidos. Que una enorme losa caerá sobre nosotros para que la carguemos hasta que otra nueva acción nos haga olvidar que obramos mal. Por eso, a medida que pasan los años, nos volvemos cautos y hacemos o deshacemos en base a cómo nos vayamos a sentir luego.

Llevamos actuando así desde finales de noviembre, cuando una descomunal campaña publicitaria inoculó en nosotros la necesidad de compra. El Black Friday fue el pistoletazo de salida a una sucesión de adquisiciones desesperadas que no terminarán hasta pasado febrero, cuando las rebajas pongan punto y final. El Viernes Negro abrió nuestras carteras y nos eximió de toda culpa. Sabíamos que, si no comprábamos en tan económica fecha, nos sentiríamos culpables de por vida. Los suculentos precios con los que las marcas anunciaban sus productos nos condenaban a la desdicha si no comprábamos. Sobre todo, de cara a la Navidad, cuando los regalos a realizar se cuentan por miles y los precios vuelven a su razón de ser. Y tiramos de tarjeta para sentirnos satisfechos, y estábamos orgullosos por haber obrado con inteligencia. Pero llegó la Navidad y aquello que compramos en el Black Friday se nos quedaba corto, porque había productos nuevos, porque el chaleco de bolas de nieve no lo vendían en diciembre. De nuevo a compara, vaya a ser que la culpa por no haberlo hecho nos quitara el sueño por la noche.

Dejamos a nuestra tarjeta de crédito famélica y juramos darle un respiro pasadas las fechas. Pero de nuevo el sentimiento de culpa nos miraba a los ojos. El punto y final a la Navidad lo pusieron las rebajas, con saldos todavía más jugosos que los del Black Friday y, como no podía ser de otra forma, hemos vuelto a comprar. Porque es el momento de adquirir por 20 euros un chaquetón para la nieve, por 10 un sacacorchos eléctrico y por 5 un bolígrafo que brilla en la oscuridad. Porque más vale arruinado que culpable, porque más vale poseedor de lo absurdo que la cautela ante los cantos de sirena.

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