Podría decirse que me crié en el asiento trasero de un Renault 4, yendo y viniendo de Sevilla al Campo de Gibraltar por la antigua Ruta del Toro y la autopista de peaje. Odiaba la carretera provincial. Sobre todo en el camino de vuelta a Sevilla, cuando un rato antes me había despedido de mis abuelos. Las curvas me mareaban y se me hacía interminable. Llegar a Alcalá de los Gazules suponía poco menos que entrar en el primer mundo, prácticamente en el hiperespacio, cuando el cuatro latas comenzaba a surcar aquella vía recta, cómoda y rápida. Recién sacado el carné de conducir me tocó ponerme al volante y atravesar el tramo más complicado de la Ruta del Toro en medio de un temporal de lluvia y viento. La A-381 no estaba aún terminada del todo. Cuando llegué a la entrada a la autopista me faltó bajarme a besar el asfalto. Le tengo aprecio a esa carretera a la que atribuyo seguridad y confianza. Pero ya va siendo hora de que la barrera se levante para siempre en lugar de subir otra vez el precio.

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