Provincia de Cádiz

El día en que explotó el Petragen One

El día en que explotó el Petragen One

El día en que explotó el Petragen One / José Luis Roca

La noche anterior a la mañana del domingo 26 de mayo de 1985 en que explotó el Petragen One, domingo de Rocío, Antonio Beltrán había acudido a la misa de cuaresma que se celebraba en la iglesia de La Palma, en la plaza Alta de Algeciras. Minutos antes bajaba la escalera de su casa con aquel chaleco verde que sus hijos le habían regalado el día del padre. “¿Voy guapo o no voy guapo?” Ante la simpática escena, sus hijos rieron con él por última vez y aplaudieron al que para ellos era el mejor padre del mundo. En la memoria queda la petición que hizo ante el altar: “Que seamos luz para la oscuridad de los hombres, roguemos al Señor”.

Cinco meses antes había incrementado considerablemente el importe del seguro de vida que tenía suscrito como trabajador de la refinería en la que trabajaba como oficial de puerto: el fatídico pantalán donde se fraguó la peor tragedia química que se recuerda en el Campo de Gibraltar. Agustina, su mujer, le había reprochado que hubiera tomado esta decisión sin justificación aparente. Además de que Cepsa disponía de las mejores medidas de seguridad de la industria del petróleo, los trabajadores habían sido formados a conciencia en materia de prevención de riesgos laborales. Aun así, Antonio era consciente del riesgo de las operaciones que se realizaban allí a diario. “Agustina, aquello es un polvorín y… nunca se sabe”.

Mayo era, y sigue siendo, el mes de las comuniones. Ese fin de semana le tocaba librar: dos noches, dos tardes, dos mañanas y dos libres; pero coincidió que un compañero tenía la comunión del hijo. “Antonio, ¿te importa cubrirme la mañana del domingo?”. Era además un día perfecto en lo meteorológico. Aunque Agustina tenía previsto poner una pata al horno, aquello no trastocaría los planes: Antonio llegaría a tiempo para almorzar. Entró a las ocho de la mañana y a las diez telefoneó a su esposa como de costumbre.

El petrolero panameño estaba amarrado por el costado de estribor al muelle B del pantalán, en tareas de descarga de Virgin Clean nafta, un derivado de petróleo altamente refinado y extremadamente inflamable. Según le contó a Agustina, el barco estaba dando algún problemilla, pero que en un par de horas estaría listo. Una hora después sobrevino la explosión que partió el casco literalmente en dos.

Agustina y su hija Pepa estaban en ese preciso instante en el quiosco de flores de La Piñera cuando de repente retumbaron todos los cristales. El hongo de humo negro que se elevó sobre la bahía de Algeciras no dejaba lugar a dudas del origen del desastre. Era la refinería de San Roque. Durante minutos se hizo un silencio sepulcral en toda la comarca. No lejos de allí, en una vivienda de la barriada de San José Artesano, un chiquillo de apenas 13 años se quedó atónico al ver cómo la onda expansiva abría violentamente la puerta del dormitorio de sus padres. Luego se oyó a destiempo el sonido de un trueno. “Papá, la refinería está ardiendo”. Se llamaba Antonio Redondo, uno de los firmantes de este artículo.

Puente Mayorga era la población más próxima al lugar del accidente y la que primero supo responder a un espíritu de socorro casi instintivo. El joven Francisco Javier Beza había quedado con unos amigos ese domingo maravilloso para pasar el día en la pequeña playa de Guadarranque. Mientras caminaban por la estrechísima banda de arena y justo en la perpendicular del pantalán de Cepsa, a medio camino entre Puente Mayorga y Guadarranque, un viento impetuoso les lanzó a varios metros de distancia en dirección sur a norte. Tumbados todavía sobre la orilla, se quedaron mirando perplejos una gigantesca bola de fuego envuelta en una densa capa de ceniza. Segundos después de la primera explosión se escuchó una segunda de mucha menor intensidad.

Los trozos de chapa del Petragen One salieron volando por el aire, clavándose en el suelo como cuchillas y obligándoles a retirarse poco a poco hacia la valla perimetral del complejo químico. Entonces pensó en su padre, trabajador también de la refinería, dudando entre si se encontraría dentro o no; pero enseguida se calmó al recordar que su turno se lo estaba haciendo un compañero como devolución de un favor anterior por otro día de comuniones marcado por el destino.

Javier y uno de sus acompañantes hicieron ademán de adentrarse en el pantalán, donde habían divisado a un grupo de trabajadores aislados en un rincón y rodeados por las llamas. A otros los vio arder completamente. Los bomberos de la refinería les cortaron el paso en la certeza de que no podrían acercarse a ellos aunque quisieran; la temperatura no era inferior a 1.200 ºC. Fue entonces cuando se encaminó a la playa con la intención de coger prestado un pequeño bote varado de unos dos metros de eslora, casi insignificante para un rescate, que era propiedad de un pescador de la zona. Entre él y sus amigos lo arrastraron hasta el agua; pero a partir de ahí nadie le seguiría. Ninguno estaba dispuesto a inmolarse.

Las tuberías de trasiego del pantalán explotaban como lanzallamas, emitiendo chorros de fuego por todas partes. Tuvo que mojarse el pantalón vaquero y la camisa para poder acercarse a los ocho hombres que había visto flotando en el agua agarrados a una boya. Cuatro estaban bastante mal, que son a los que montó a bordo. Los otros cuatro tuvieron que agarrase a la borda y dejarse llevar.

Con solo dos remos tiró de los ocho hasta casi arribar a la orilla, donde recibió el auxilio de un segundo bote con el que hicieron un trasbordo de heridos. Uno de los que iba aferrado al costado casi no se podía mover. En tierra y con las ambulancias atendiendo a los obreros, se apartó disimuladamente del bullicio y se fue con su tío a comer a una venta, sin la sensación de haber hecho nada digno de admiración.

El cadáver de Antonio Beltrán Álvarez apareció a los nueve días del siniestro, por la tarde, en la misma playa de Guadacorte en la que aquel día Javier quería ir a nadar. Los bañistas que le recogieron se fijaron en que el reloj de su muñeca seguía parado a las once y diez en que le sorprendió la deflagración. El compañero que le pidió el día para asistir a la comunión de su hijo tardó mucho en volver a visitar la casa de Pepa; y cuando lo hizo, se fundió en un abrazo con ella sin parar de repetir: “perdón, perdón por vivir”. Su madre, Agustina, no volvería a cocinar una pata al horno como la que quedó pendiente aquella mañana de 1985 hasta veinte años después, y su hija Pepa pasaría de haberlo visto bajar con tanto brío por la escalera de su casa a no volver a verlo nunca más.

El lunes siguiente Javier Beza acudió al instituto como otro día cualquiera de la semana. Allí le esperaba un examen de metalurgia. A los diez minutos de empezar la prueba, el jefe de estudios abrió la puerta del aula y preguntó por él, que al escuchar su nombre le miró frente a frente asintiendo con la cabeza. Por detrás asomó la figura del director pidiéndole que le acompañara porque el Rey le estaba esperando en el hospital para conocerle, y cuando llegó, los familiares se fundieron con él en un largo abrazo.

El Gobierno de Rodríguez de la Borbolla le concedió la medalla de oro de Andalucía y el gobierno central, la del mérito civil. Curiosamente, cuando le llamaron para citarle a la entrega de condecoraciones en el palacio de San Telmo, contestó que eso no podría ser porque tenía clases. Hoy día, el paseo marítimo de Puente Mayorga lleva su nombre.

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