Una placa con errores empaña el homenaje al arquitecto Manuel Sánchez Arcas en el mercado de Algeciras
El reconocimiento llega con 90 años de retraso y reduce al arquitecto exiliado a un papel secundario en la construcción de la cúpula que hizo historia
Manuel Sánchez Arcas, el arquitecto del mercado Ingeniero Torroja de Algeciras que la historia quiso borrar
"Sánchez Arcas es el proyectista y el autor del mercado de Algeciras, y Torroja el ingeniero"
El grillo que cantaba este lunes, a plena luz del día, en el mercado Ingeniero Torroja de Algeciras, parecía el único ser vivo que entendía la magnitud del momento. Ni las autoridades presentes —más atentas a la foto—, tampoco el público disperso que asistía a la ceremonia oficial de descubrir una placa. La música de aquel insecto era el contrapunto perfecto a la sordina con la que la ciudad rectificaba, noventa años después, un olvido imperdonable: el del arquitecto Manuel Sánchez Arcas (1897-1970).
Junto a la puerta Sacramento, bajo un árbol forrado de flores de croché financiado con fondos europeos, se ha inaugurado una plancha de metacrilato que pretende rescatarlo del silencio. Pretende, sí, pero fracasa. Porque el texto grabado —“este Mercado de abasto… proyectado por el ingeniero Eduardo Torroja Miret, dirigiendo las obras el arquitecto Manuel Sánchez Arcas”— no corrige nada, sino que prolonga la injusticia. Como si el arquitecto hubiese sido un capataz obediente y no el autor de la idea, el diseñador de los espacios interiores, el que imaginó una cúpula que durante treinta años fue la mayor del mundo.
El Ayuntamiento recordó que Sánchez Arcas, junto a su socio Torroja y el constructor Ricardo Barredo, dio forma a esta singular edificación en 1933, que concluyó dos años más tarde. El resultado fue un espacio innovador y de gran valor arquitectónico, declarado Bien de Interés Cultural por la Junta de Andalucía, y que casi un siglo después sigue en pleno uso como referente arquitectónico y social.
Entre el mercado vivo y la memoria herida
Alvar Haro Sánchez, escultor y nieto del arquitecto, no ha estado este lunes en Algeciras. No porque no quisiera, sino porque nadie lo avisó a tiempo. Desde Madrid ha escrito un mensaje que destila la mezcla de gratitud y rabia que sobreviene cuando la memoria se rescata tarde y mal: “Se ve que no tienen bastante con 90 años de silencio. No acepto la redacción de la placa. El proyecto es de Sánchez Arcas. ¿Qué es eso de que Torroja proyecta y el otro dirige las obras como si fuera un mandado? Es indignante. Podía haber sido un día de celebración, pero es una pena. Figura su nombre, sí, pero mal”, expone a este periódico.
Mientras tanto, la vida cotidiana del mercado seguía su curso. La frutería de las hermanas Buendía ofrecía montones de higos, dulces y abiertos como heridas. La panadería Selva despachaba pan de Pelayo mientras una clienta, aún con la nostalgia de las vacaciones, relataba entre hogazas que esa misma mañana no había tenido ni una rebanada para la tostada. En la carnicería del Chato, un cliente pedía una pechuga cortada en filetes: “Es 1 de septiembre y por la tarde voy al dietista. Me lo voy a tomar en serio esta vez”. Lunes triste, con pescaderías cerradas y almanaques de agosto aún colgando tras los mostradores. Y, en medio de todo, una ceremonia que pretendía ser solemne pero olía a trámite.
El legado borrado y el grillo persistente
Porque no se trata solo de una pequeña placa. Se trata de un país que olvida y maquilla, que reduce a un pie de página al que fue uno de los grandes arquitectos del siglo XX, uno de los principales exponentes del racionalismo funcionalista, hombre de una capacidad de trabajo febril y de una discreción radical.
Sánchez Arcas proyectó hospitales, universidades, centrales térmicas, edificios que aún hoy se estudian en las escuelas de arquitectura. Pero también proyectó un país moderno, higiénico, universal, un país que nunca llegó porque la Guerra Civil lo barrió de un plumazo. Republicano convencido, militante comunista, cruzó los Pirineos en 1939 mientras el mercado de Algeciras empezaba a respirar. La dictadura le arrebató sus títulos académicos, sus cargos y su patria. Ganó, eso sí, la amistad intacta de Eduardo Torroja, que nunca dejó de enviarle revistas y cartas desde Madrid.
Esa amistad, luminosa, no se refleja en la placa. Allí no hay lugar para matices, ni para reconocer que el ingeniero adaptó lo que otro había soñado primero. Tampoco hay lugar para la poesía que destila la cúpula cuando la luz entra por el lucernario. Solo hay burocracia y error, mayúsculas y minúsculas mal jugadas, un “Mercado de abasto” en singular que chirría, un “ejemplo de Arquitectura Moderna” que suena vacío.
En los discursos oficiales, la teniente de alcalde delegada de Patrimonio Histórico, Pilar Pintor, aseguró que con este homenaje “se sigue fortaleciendo la puesta en valor del patrimonio histórico” y que el mercado “no es solo un espacio de comercio, sino un referente arquitectónico y cultural reconocido como BIC”. La concejal delegada de Mercados, Sabina Quiles, subrayó que “sigue siendo, casi un siglo después, un lugar vivo al servicio de los ciudadanos”. Y el alcalde, José Ignacio Landaluce, cerró con solemnidad: “El mercado Ingeniero Torroja es uno de los grandes símbolos de nuestra ciudad y un ejemplo de cómo la arquitectura puede perdurar y seguir siendo útil, importante y valorada internacionalmente generación tras generación”.
El cronista oficial de la ciudad, algunos sindicalistas, miembros de asociaciones culturales, políticos de todos los colores… todos estuvieron allí. También atendieron a los medios uno de los promotores de la iniciativa, Javier Ortega; la portavoz del PSOE, Rocío Arrabal; el presidente de Actyma, Paco Soto; y el representante del colectivo Coste Cero, Luis Almagro. El nieto del arquitecto, no. Quizás porque el verdadero homenaje, si llega, no vendrá de un metacrilato, sino del reconocimiento sincero y sin maquillajes de que aquel mercado se llama tanto Torroja como Sánchez Arcas. Y que durante noventa años no se nombró a uno de ellos por exiliado, por rojo, por incómodo.
El grillo siguió cantando cuando terminó el acto. Su música, persistente, parecía una forma de protesta. Como si la naturaleza misma entendiera lo que la historia todavía no se atreve a escribir sin tartamudear: que el mercado de Algeciras nació de dos hombres, pero que uno de ellos fue silenciado hasta el punto de que, cuando por fin se le rescata, se hace con letra torcida.
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