Historias de Algeciras

Ni la primera ni la última (I)

  • Juan y María Teresa, una joven pareja de novios del barrio de San Isidro, prepara su enlace matrimonial tras la vuelta del novio del servicio militar

  • El pretendiente logra trabajo en la corchera de Conte Hermanos

Corcho en el río de la Miel.

Corcho en el río de la Miel. / E. S.

Juan se consideraba un empleado puntual y cumplidor. Tras su regreso del servicio militar u obligación para con la patria, que ejecutó en un final de siglo bastante convulso entre levantamientos en Ultramar y periódicos ataques a las fuerzas del Ejército español destacadas en el Rif, consiguió volver -cosa nada fácil- sano y salvo de aquellos u otros peligros teniendo muy claro que debía “normalizar” su vida.

Muchos algecireños, así como un gran número de compatriotas de nuestro país, dejaron sus jóvenes vidas en lejanas y calurosas tierras sin saber el porqué y para qué de su presencia en aquellos extraños lugares que conformarían el último paisaje que verían sus ojos, ya fueran las tropicales selvas de Cuba o Filipinas o las áridas tierras del norte de África.

Siguiendo el guión social no escrito pero sí establecido por la tradición cívica y religiosa, Juan volvió a su antiguo empleo con el plan de vida de “juntar cuatro perras” y poder contraer matrimonio como Dios, los púlpitos y la sociedad demandaban. Para tal fin contaba como compañera de vida con la que él consideraba su novia formal desde la adolescencia, de nombre María Teresa, y que para eso le había pedido “la entrada” a su futuro suegro cuando, ya de regreso de quintas, podía fumar en presencia de sus mayores.

Juan G. Ch. como así fue inscrito en el Registro Civil sito en la calle Imperial, con la importante reseña adjunta de hijo legitimo, se había criado de forma muy modesta en los aledaños del barrio de San Isidro. Hijo de Juan G. y María Ch. su infancia sería, como la normal de un niño de su época, un continuo jugar y correr por calles como la de Jerez, Rocha o Sevilla como el resto de chiquillos del barrio. Vecinas como la viuda Antonia Flores, madre de María Flores Calvente, con domicilio en el número 26 de la calle Jerez; la casareña Isabel García Delgado, que tenía su domicilio en el número 18 de la calle Rocha, o la también vecina del número 44 de la calle Sevilla, esquina Ánimas, y de nombre Florentina Berdejo, todas alguna que otra vez quizá pudieron ver pasar al jovenzuelo de Juancomo alma que lleva el viento correr junto con los niños de la zona.

Como el resto de sus compañeros, el hijo de Juan y María acudiría diariamente a la escuela pública dada la modesta posición de su familia. Aquel humilde colegio se mantenía gracias a la caridad tanto privada como pública, siendo la situación de este tipo de centros en el último cuarto del siglo que estaba a punto de morir la siguiente, según recoge el documento consultado:“Da pena al ánimo considerar el abandono al que se encuentra la enseñanza pública en Algeciras, y llama la atención la tolerancia de las autoridades superiores sobre este importantísimo y olvidado deber. No existe más que una escuela pública de niños, otra de niñas y una de párvulos”.

Una vez “sabidas” las cuatro reglas, tanto al pequeño Juan como al resto de sus compañeros normalmente solo les quedaba como única salida profesional la búsqueda de un empleo de aprendiz en el muy precario mundo laboral local. Existía también, entre otros, el colegio subvencionado de la Palma, situado a espaldas del templo, donde la calle Ancha y Larga se unen. Aquel amplio local recibía anualmente ayuda municipal para su labor educativa, según establece: “Acta de sesión plenaria: Se acordó satisfacer como es costumbre con 189,75 pesetas para pago del importe de matrículas de alumnos subvencionados por el municipio para el colegio de Nuestra Señora de la Palma”.

Recordemos que funcionaba con carácter privado, pero que gracias a la ayuda económica municipal admitía alumnos -con aplicadas notas- cuyos padres no podían costear su elevada matricula. La mayoría de estos “oficialmente subvencionados alumnos” tenían mayores posibilidades de afrontar el futuro que los que tan solo se beneficiaban del siempre “fluctuante sentido de la caridad”. Virtud teologal que alcanzaba su mayor “esplendor económico” coincidente con el litúrgico calendario que recordaba la llegada de la Navidad o la Semana de Pasión; momentos estos en los que desde los púlpitos de la ciudad se le recordaba al que tenía posibles la existencia y carencia -corrección fraterna o social, según se mire- de los pobres protagonistas del Sermón de la Montaña.

En definitiva, aquellas generaciones de jóvenes algecireños o del resto de la nación española, cumplida su estancia escolar (los que podían) optaban por las academias locales de preparación militar. Otros, por otras especialidades y los menos alcanzaban la Universidad. La gran masa, cuyo plan escolar lo determinaba la necesidad existente en sus hogares, se convertían en jornaleros, buscavidas o ganapanes de sol a sol. Con la siempre rentable y presente salida del ejercicio del contrabando o jarampa como último recurso. Y el cual, no pocos por tradición familiar, consideraban como el primero.

Juan G. CH. contaría, dado el empleo al que pudo optar a su corta edad, con una mínima formación: leer, escribir y las cuatro reglas. Esta base cultural le permitió entrar a trabajar como aprendiz en la fábrica de corcho sita en la calle Catalanes, en el lado sur de la denominada: Banda sur del río o antiguo barrio de la Concepción.Aquella industria, según la documentación consultada, era propiedad de los hermanos Juan y Obdulio Conte Gallero. Años después, solo Obdulio figuraría como dueño. Aquellas instalaciones se establecieron sobre un terreno de 8 fanegas que incluía así mismo un gran almacén y que a su vez albergaba unas pequeñas oficinas. Situado al sur del río de la Miel y en el lado de levante de la popular Villa Vieja, aquel terreno había sido arrendado a la viuda de Antonio Brisel, llamada Antonia Moreno Durán. Constaba además de las reseñadas de una habitación para el encargado o guarda. En un corto futuro la firma “Conte Hermanos” con su actividad mercantilimpulsaría enormemente la economía de nuestra ciudad.

De regreso al para entonces empleado de la Corchera Conte Juan G. Ch., dadas las grandes obligaciones y ocupaciones que generaba la sociedad estos se vieron obligados a nombrar a un hombre de confianza que les representara al frente de la corchera sita en la susodicha catalana calle, siendo la persona elegida Antonio de los Santos Lecquick.

El nuevo director de la Corchera Conte Hnos. además de cumplir con el compromiso adquirido por sus jefes -los hermanos Juan y Obdulio-, consistente en el estricto pago de 115 pesetas mensuales a la propietaria del terreno donde se asentaba la fábrica, por el periodo de siete años, debió realizar una gran gestión económica -según se deduce de los documentos observados- pues el contrato entre las mencionadas partes se alargaría bastante en el tiempo. Sin duda, una de las claves en la administración porSantos Lecquick de la industria puesta bajo su responsabilidad sería la elección de un trabajador equipo compuesto de cumplidores empleados, conformando un grupo en el que estuvo como tal, y por muchos años, el aún novio de María Teresa.

Aquel vecino del distrito de San Isidro, viviría unos años esperanzadores. Por un lado, además de encontrar al amor de su vida también halló un buen empleo que le podría garantizar el mantener a María Teresa y lo que Dios dispusiera que viniera en un futuro. Existía un obstáculo para cumplir el general y establecido plan de vida: Juan, al recibir la paga cada quincena (se mantenía la gibraltareña costumbre de pago obligada por la coordinación contable necesaria entre los libros de cada negocio de la firma y los controlados desde las oficinas centrales con la razón social en la colonia británica), dividiría en dos partes el sueldo. Como era la norma social en aquellos tiempos, una parte estaba destinada para el socorro y sustento del hogar paterno, comportándose por tanto, según las madres manifestaban orgullosas entre las vecinas, como buen hijo que ayuda a sus padres. Y otra, la que su novia amorosamente guardaría en su cajita o lata de ilusiones oculta en un rincón del baúl donde el ajuar apenas, tras los años pelando la pava, dejaba hueco. Aquella formula hacían los noviajos eternos.

El tradicional ajuar, con buen tiempo, era elaborado primorosamente puntada a puntada durante interminables tardes de charlas y costuras, sentada la paciente novia en silla de aneas junto a su madre, amigas y vecinas. Llegados los fríos, sillas y bastidores se movían por el interior de las casas buscando lascristaleras y su entrante claridad. Y si bien el lugar costuril cambiaba, no así lo hacían los principales temas de conversación entre aquellas aprendices y maestras del dedal. Al mismo tiempo que enhebraban agujas tomando el sol, algunas de las casaderas, entre vainicas y bodoques, deshilachabanla fama -por supuesto desliz- de otra, que, al parecer, había sido víctima -siempre involuntaria- de un guapo oficial que se ayudó en el supremo acto no precisamente del sable reglamentario. El tiempo le demostraría a María Teresa que en esta vida, según las frases hechas: “No se puede de modo despectivo confeccionar un traje a nadie, ni mucho menos dar puntadas sin hilos”. Siempre es preceptivo socialmente en plena “toma de medida” de la descarriada de turno, salte la voz madura y defensora de la experiencia que templadamente indique: “No será ni la primera ni la última”.

De vueltas a las vicisitudes de Juan y María Teresa, pasado el tiempo y cuando los ahorros y el posible apoyo económico-familiar lo permitieron, pusieron fecha. Ella, con la discreción propia de aspirante a burguesa de bajo tono, pero expresando a los cuatro vientos su alegría por muchos años contenida, especialmente y sobre todoante las amigas y sus comentarios sobre la negativa relación entre la tardanza en llegar al altar y el terrible y posible pase del arroz. Fue precisamente ante el ara de la Palma donde meses más tarde contrajeron matrimonio.

En el templo de la Palma se casaron Juan y María Teresa. En el templo de la Palma se casaron Juan y María Teresa.

En el templo de la Palma se casaron Juan y María Teresa.

En aquellos tiempos las bodas de alto o mediocopete se estilaban, además de lógicamente en el templo parroquial, también en casa de la futura desposada, como así aconteció en el enlace de la hija de Antonio García Martínez: “Francisca García y Juan Guadalupe, que se celebró a las 9 de la noche en casa del padre de la novia, asistiendo infinidad de amigos de las familias de ambos contrayentes, los cuales fueron muy atendidos y obsequiados sirviéndose dulces y vinos de las marcas más acreditadas. La unión fue bendecida por el cura castrense don Argimiro Nieto”. Pero este, desgraciadamente para ellos, no era el caso de Juan y María Teresa.

En las previas de estas ceremonias estaban las formalidades que padres como los de los futuros cónyuges de Juan y María Teresa les gustaría cumplir.

Pues además del honor familiar, salvaguardaban las buenas formas sociales. Tal y como procedió el joven Manuel Bernal Alfaro, quién solicitó a su viuda madre, Petronila Alfaro Palacios “consejo y consentimiento materno para contraer matrimonio con la señorita Antonia Sánchez Rayo”. La formalidad y el decoro de los esponsales, por encima de las clases sociales, llegaban hasta el compromiso de matrimonio futuro tal como procedieron los jóvenes novios Dolores Herrera Galán, hija del jornalero Arcadio Herrero Alcázar, y José Ramírez Nieto, empleado de la vía férrea Bobadilla-Algeciras. Ambos expresaron “tienen convenido contraer matrimonio y no pudiendo realizarlo en la actualidad se dan mutuamente palabra de casamiento, prometiendo llevarlo a cabo tan luego sea posible y que ninguno contraerá tácita ni expresamente otros esponsales sin que preceda licencia por escrito del otro contrayente”.

Tampoco fue este el caso de aquellos humildes vecinos de San Isidro. Juan y María Teresa, cumpliendo fielmente con el Canónico Derecho “se tomaron de dichos”, acompañados de los testigos no familiares que se prestaron al suave interrogatorio del párroco preceptivo, que bien pudo ser don Cayetano Flores o alguno de sus coadjutores. Tras la exposición pública o amonestaciones del futuro enlace, ya solo quedaba recibir el sagrado sacramento ante el altar del Templo Mayor algecireño; cumpliéndose, por tanto, el popular refrán que dice: “Tanto el traje de novia como la mortaja del cielo bajan”.

(Continuará)

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