Historias de Algeciras

Un jándalo en Algeciras

  • Eusebio Rubín, nacido en la aldea cántabra de Celis, decidió marchar y dejar atrás el hermoso valle del Nansa por la necesidad tan vigente en el último cuarto del siglo XIX

Eusebio supo ver la oportunidad en aquella lejana Algeciras.

Eusebio supo ver la oportunidad en aquella lejana Algeciras.

A veces, junto a los grandes personajes que participaron en la conformación de toda una época en una ciudad, ya sea en el plano económico, creando riqueza, o social dejando su impronta, su sello, significándose en lo personal, aparecen otros de menos visualización, pero no por ello de menos proyección que los anteriores, tras los cuales no deja de ocultarse una historia, su historia.

En el otro extremo de la península, a más de 1.000 km de Algeciras, concretamente en una pequeña aldea llamada Celis –perteneciente al Consejo Cántabro de Rionansa–, nació a mediados del siglo XIX un niño que recibió las aguas imponiéndosele el nombre de Eusebio. Siendo sus padres Laureano Rubín de Celes y Rosalía Cortines. Sus humildes progenitores, eran vecinos y naturales de aquella pequeña localidad que se dedicaban, según la época, como el resto de los pobladores de aquella parroquia: unas veces al campo en el cultivo del forraje para el ganado; y otras se ganaban el pan en la plantación, cuidado o recolección de la escanda, esprilla o mijo para alimentar a los animales. No faltando nunca el trabajo con los rebaños propios de la zona; especialmente con la vaca autóctona de aquella región llamada por los naturales “tundaca”.

También se podían ganar la vida como trajinantes, utilizando para ello el llamado popularmente por aquellas tierras: “carro chillón” (denominado así por tener un rodal en el que las ruedas giran solidariamente con el eje, lo que produce el singular chirrido), tirado por yunta de bueyes, y transitando por entre bocages o parcelas separadas por setos vivos o muretes; estos últimos, en Andalucía reciben el nombre árabe de “albarrada” o pared de piedra seca y de cuya construcción se ocupaban los conocidos en nuestra región como “paereros” o parederos.

Laureano, el padre, recibiría con la natural alegría la buena nueva del embarazo de su esposa, como no podía ser menos en persona cristiana, responsable y de gran nobleza, como así se le presupone comúnmente al campesinado de aquella época; aunque en el discurso sobre el positivismo aldeano, recogido en la obra Marianela, Pérez Galdós, expresara: “Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos [...]pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: la codicia del aldeano”.

Dejando atrás la opinión positivista del autor canario, y volviendo a los orígenes cántabros de Eusebio Rubín, tan alejados de esta tierra algecireña: una vez que el citado fue bautizado en la iglesia del lugar, dedicada a la advocación de San Pedro (templo que siguiendo la línea arquitectónica popular de la región, fue elevado en el siglo XVI), su vida de infancia transcurrió en el propio entorno de su pueblo, entre los olores a leche recién ordeñada, la leña al fuego del hogar y el tan apreciado por aquellas tierras cocido montañés. Sus primeros pasos los daría junto a sus padres, sobre el llamado puente de La Herrería, que salva el río Nansa y que comunica con las vecinas aldeas de Celucos y Riclones; y que junto a otras pequeñas poblaciones, conforman el Valle del Nansa.

Tras un breve paso –como era norma en la España de la época– por el conocimiento de las primeras letras y conocer las cuatro reglas que le sirvieran para desenvolverse en la vida, Eusebio Rubín de Celes Cortines se incorporaría al duro mundo del trabajo rural, ya fuera pastoreando o ayudando a su padre en lo que terciara; pues como muy bien dice el popular refrán: “En invierno y en verano, ganadero u hortelano”.

Y llegó la mocedad. Y como era costumbre en los pueblos se acercaría a las mozas durante las populares fiestas, como por ejemplo la de San Antonio en Riclones; o la del Corpus Christi en Puentenansa –capital del valle–, donde se congregaban un gran número de vecinos del Partido.

Sus padres, como también era usanza en las alejadas tierras internas de la geografía española, seguramente habrían concertado su futuro matrimonio, cuando el cumplimiento del obligado servicio militar y los ahorros de posibles lo permitieran. Siendo la elegida, su prima hermana, sobrina carnal de su padre de nombre Rosalía Rubín Gutiérrez. Apalabrada la futura coyunda que de faltar el obligado sentimiento, habría contravenido siglos pasados la legislación alfonsina del rey sabio, cuando por casamiento entendía: “Ayuntar á hombres y mujeres, unos con otros por aveniencia de amor”. O el pensar del mismo Cervantes, quién en boca de su Quijote expresa: -“No habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad”. El casorio se desarrollaría con la tradicional pompa aldeana, no exenta del generoso gasto de muchos años de ahorros, por parte de las familias de los desposados; pues como es bien sabido: “En España bien se trabajaba por las apariencias para bautizo, casamiento y mortaja”.

Pasó el tiempo, y “aquellos barros trajeron estos lodos”. Ya fuera por error parental, la juventud unida a la falta de afectividad, el deseo o necesidad de ver mundo; o el posible hallazgo a destiempo del amor verdadero por uno de los esposos; lo cierto fue que: Eusebio optó por abandonar el hogar familiar y los planes de vida que “otros” –al parecer–, le habían organizado. En tal caso, las gentes de bachiller con posibles, acudían a la Rota (Tribunal Apostolicum Rotae Romanae), alto tribunal eclesiástico de apelación para conseguir la nulidad del acto (como si no se hubiera celebrado), alegando cualquiera de las circunstancias que establecía y establece el canónico código.

Tal procedimiento no era habitualmente seguido por el pueblo llano; pues, si bien el púlpito se tapaba la nariz cuando Roma sentenciaba, también cierto era que hasta la tal resolución, el concepto de indisolubilidad imperaba desde tan sagrado estrado. A lo sumo, y nacida del Concilio de Trento, bien se podía establecer una “separación” que si no obligaba a los cónyuges a compartir cama, no generaba la ruptura del sagrado vínculo tampoco. Por su lado, las gentes sencillas, presas de las trampas seculares de cohesión social: temor al señalamiento publico o especial protagonismo en la homilía dominical, escogían asumir su destino con cristiana resignación; pues ya se sabe que: “Boda y mortaja del cielo bajan”. Siendo la huida solución no pocas veces optada.

Municipio de Celis, cuna de Eusebio Rubín. Municipio de Celis, cuna de Eusebio Rubín.

Municipio de Celis, cuna de Eusebio Rubín.

De regreso a la vida de Eusebio Rubín, este decidió, al parecer, marchar y dejar atrás el hermoso valle cántabro del Nansa. Si bien se desconoce su deseo de avecindarse en el otro extremo de la península, no resulta difícil suponer o justificar su posterior presencia en nuestra ciudad, pues la necesidad o escasez tan vigente en aquella España del último cuarto del siglo XIX, motivaba que tantos paisanos de aquella región se vieran obligados a marchar hacia el sur. Optando la gran mayoría por asentarse en las localidades portuarias de nuestra provincia. Existiendo en la elección de Algeciras, el plus de ser reconocida por la actividad de la jarampa o contrabando, lo que hacía posible el fácil flujo monetario. Esta importante presencia de montañeses en la zona gaditana, generó el popular concepto de Jándalos para ser identificarlos.

Sea como fuere, cuando aún la penúltima década del decimonónico siglo no había comenzado, en la ciudad de Algeciras se localiza un jándalo o montañés que respondía al nombre de Eusebio Rubín de Celes Cortines, nacido en una bellísima aldea muy lejana y muy verde, situada en el norte de España, llamada Celis. Y parafraseando al caballero de la Mancha, frente al Ebro, Eusebio contemplaría quizá el río de la Miel: “Con la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia –en pleamar– de sus líquidos”.

Hombre trabajador donde los hubiera, quizá reflexionaría sobre la ciudad en la que había decidido establecerse: analizando sus posibilidades y las posibilidades que esta pudiera ofrecerle. Pues a pesar de la sencillez de su cuna, hay que tener presente, recordando al caballero citado que: “El monte da letrados y las cabañas de los pastores filósofos”. La necesidad lo impulsaría a pedir o buscar trabajo donde en su pasado, pero no olvidado oficio, había encontrado el sustento: la tierra y los animales.

Al mismo tiempo que conseguía ganarse la vida y establecerse en Algeciras, quizá se ayudara el montañés para subsistir en lo espiritual del mismo pensamiento que Blasco Ibáñez puso en la mente de uno de sus personajes de La Barraca, al declarar: -“El olvido ayuda a vivir”.

Pero Algeciras, a los ojos de Eusebio, nada tenía que ver con el paisaje de su tierra natal. Su incipiente puerto, el continuo ir y venir de viajeros, marineros, matuteras o soldados, le habría una nueva oportunidad. Y creyó oír la llamada de su destino cuando un soleado día en el que buscando un local para abrir un establecimiento de bebidas, lo encontró en el número 2 de la portuaria calle López. El inmueble era propiedad del industrial local Federico González Díaz; algecireño este de desahogada posición que además de la citada propiedad, también era dueño de un “cuarto” en el popular patio “Balongo” –propiedad de Federico Cabañas y su esposa Felicia Llorens–, sumando a su riqueza: una casilla o puesto de mampostería en la Plaza Palma y una productiva fábrica de ladrillos y tejas situada en el lugar llamado Castelón de la Almiranta o Rinconcillo, como así último era conocido aquel lugar por los algecireños.

Al negocio de bebidas dedicó su tiempo y su vida el Jándalo Eusebio Rubín. En aquel número 2 de la calle López, antes de que despuntara el sol, Eusebio servía sus mañaneras copas a los algecireños que marchaban a trabajar a Gibraltar; a los madrugadores marineros, o a los integrantes del gremio de mozos surgidos tras la presencia en Algeciras del tren de los ingleses y sus elegantes vapores. Eusebio había sido testigo de aquella transformación de la ciudad; su presencia había coincidido –con más humildad pero no por ello exenta de importancia–, con la llegada del capital británico. Él, al igual que Henderson o Morrison, aportando su diario trabajo, también había creído y estaba convencido de las potencialidades que ofrecía Algeciras.

Pasaron los años, el nuevo siglo llamaba a las puertas. Atrás quedaba aquel día que con más ilusión que pesetas alquiló el local a su propietario, rezando en el contrato de alquiler por ambos firmado: “Cuenta con mostrador, estantería, tres catres y algunos otros muebles”. Su vida no fue ni fácil ni sencilla. Y cuando el último año del viejo siglo estaba para sucumbir junto con todo lo nefasto que había ofrecido a España, Eusebio Rubín cayó gravemente enfermo. Su esfuerzo diario le había proporcionado una cierta estabilidad económica, generando una pequeña suma, cuya conciencia le obligaba usar como instrumento de agradecimiento para con quienes compartía sus sentimientos. Siendo la primera beneficiada María Rubín de Celes Rubín: su hija. La joven había nacido durante los pocos años de matrimonio que compartió con la que nunca dejó de ser su esposa en “papeles”: Rosalía Rubín Gutiérrez. La siguiente en su generoso pensamiento sería Francisca Cerrudo Mesa, vecina de Algeciras, sobre quién declararía oficialmente ante Dios y ante el mundo, en cuya compañía vivo desde hace años.

Antes y después de que el natural de Celis se asentara en Algeciras, otros jándalos lo hicieron y lo harían posteriormente; tal fue el caso de Tomasa Díaz Díaz, natural de Novales (Santander), que falleció en nuestra ciudad el 25 de diciembre de 1903. Tomasa era viuda de Diego González Salmón, con quién tuvo cuatro hijos: Federico, Rosa, Josefa y Antonia. Tenía su domicilio en el número 1 de la calle Cruz de la Pescadería. Otro fue Federico González Díaz, primo de la anterior, también natural de Novales (Santander), quién abrió ultramarino en el número 4 de la misma calle. La también novaleña Tomasa Díaz Labandero, sobrina de la difunta Tomasa; José Ortiz Castañeda, natural de Urúz (Santander), quién estaba casado con María Soto Chacón, y que se ganaba la vida como peón caminero en la vía o carretera a Tarifa; o el propietario local Ángel Sainz de la Maza Cobos, natural de Villacarriedo (Santander), quién contrajo matrimonio en Algeciras en 1871 con María Fernández, nacida esta en la cercana Medina Sidonia.

Con la entrada del nuevo siglo, otras manos abrirían cada mañana el local del inmueble número 2 de la calle López. Un escribiente –harto quizá de tragar tinta- llamado Salvador Valenzuela, tomó el relevo en el arriendo que años atrás y con el solo aval de sus manos, había asumido un jándalo nacido en un verde y lejano valle, situado al otro extremo de la península.

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