Historia de Tarifa

Un conflicto de siglos por las tierras señoriales

  • En 1447 le fue concedido el señorío de Tarifa a los Enríquez de Ribera, que heredaron los duques de Medinaceli

  • Los tarifeños denunciaron reiteradamente la concentración de las mejores tierras de cultivo en manos de la nobleza

Las dehesas señoriales se situaban en torno a la antigua laguna de La Janda.

Las dehesas señoriales se situaban en torno a la antigua laguna de La Janda.

Los Enríquez de Ribera ejercieron el señorío de Tarifa adueñándose de las mejores tierras de cultivo, que heredaron los duques de Medinaceli. La ciudad mantuvo durante más de cuatro siglos un permanente litigio para recuperar las dehesas señoriales.

Los orígenes del conflicto

En la costosa y larga guerra contra los musulmanes, los reyes castellanos precisaron el apoyo militar y económico de la nobleza, que fue compensada con cargos y señoríos en los nuevos territorios conquistados. Una de las más importantes casas nobiliarias eran los Enríquez, titulares del almirantazgo de Castilla desde 1405. Obtuvieron la alcaidía de Tarifa en 1418, y en 1447 la Corona les concedió el señorío pleno de la villa.

El conflicto empezó hacia 1509 con Fadrique Enríquez de Ribera, primer marqués de Tarifa desde 1514, al adueñarse de las mejores dehesas del término, además de imponer tributos de manera arbitraria. Los vecinos denunciaron este abuso de poder ante la Chancillería de Granada alegando los privilegios otorgados en 1295 por Sancho IV. En carta puebla, el rey había concedido al concejo de Tarifa "todos sus términos bien y cumplidamente, con montes, con aguas y con pastos, así como lo había esta villa sobredicha en tiempo de moros".

El alto tribunal se pronunció en 1533 a favor de la villa, pero el marqués recurrió la sentencia y el enfrentamiento judicial continuó, suponiendo un alto coste para las arcas municipales. Por eso y porque muchos veían incierta su resolución determinaron buscar un acuerdo, firmado el 9 de abril de 1536, reconociendo al marquesado la posesión de nueve dehesas: Pedregoso, Arráez, Aciscar, Haba, Navafría, Arroyo de Cuevas, Tapatana, Tahivilla e Iruelas; además de 23 asientos o parcelas de tierra en las dehesas de Almarchal y Zarzuela. Esto constituye casi toda la campiña entre Facinas y el término de Vejer en torno a la antigua laguna de La Janda y hasta Zahara de los Atunes. En contrapartida, el Ayuntamiento y los vecinos a título particular tendrían la primera opción cuando el marqués pusiera en arriendo cualquiera de estas dehesas y asientos.

Fadrique Enríquez de Ribera (1476-1539), I marqués de Tarifa, a quien se atribuye la usurpación de las tierras. Fadrique Enríquez de Ribera (1476-1539), I marqués de Tarifa, a quien se atribuye la usurpación de las tierras.

Fadrique Enríquez de Ribera (1476-1539), I marqués de Tarifa, a quien se atribuye la usurpación de las tierras.

Sin embargo, el convenio no satisfizo a todos ni mucho menos, quedando patente la sospecha de que por la parte del marqués se había comprado voluntades entre los que firmaron en representación del pueblo. A la postre, el descontento por el dominio señorial llevó a que los tarifeños reclamasen en 1552 la incorporación de la villa a la Corona, sentenciada en 1591, y definitivamente en 1596 tras un segundo veredicto. No obstante, el marqués conservó la posesión de todas las tierras en disputa.

Los duques de Medinaceli y los marqueses de Casa Pontejos

El matrimonio en 1625 de Ana Enríquez de Ribera y Luis Antonio de la Cerda, VII duque de Medinaceli, unió a estas dos grandes casas nobiliarias y sus patrimonios. La lucha de Tarifa por las tierras siguió en los mismos términos, pero ahora contra los Medinaceli. Así, cuando el IX duque falleció en enero de 1711 y su heredero reclamó todas sus posesiones, los regidores tarifeños consideraron esas tierras propias del común. Y en 1741, una comisión nacional declaraba por baldías y realengas las nueve dehesas y asientos del duque, alegando que el señorío había sido solo jurisdiccional y no territorial. Por su lado, la casa ducal replicaba con extensos escritos exponiendo los derechos que decía asistirle, tales como la supuesta merced de Juan II en 1447 y la concordia de 1536 con los vecinos.

En 1747, el XI duque de Medinaceli decidió vender las dehesas de El Pedregoso, Iruelas y Arroyo de Cuevas al marqués de Casa Pontejos, a lo que el Ayuntamiento se opuso aduciendo el pleito vigente ante el tribunal de la Chancillería granadina. Pero de poco sirvieron estas protestas, pues en abril de 1748 se verificaba el deslinde de las tres dehesas, si bien el traspaso no restaría firmeza a la reclamación de la ciudad.

El siglo XIX aportó nuevos aires en la lucha por abolir los antiguos señoríos territoriales. Al amparo de la legislación de las Cortes de Cádiz, el Ayuntamiento volvió a reclamar al ducado de Medinaceli que presentara sus títulos de propiedad de las dehesas. No recibiendo respuesta, acordó en 1814 reabrir el pleito, aunque sin resultado práctico alguno.

Luis Tomás Fernández de Córdoba, XV duque de Medinaceli (1840-1873), por Madrazo. Luis Tomás Fernández de Córdoba, XV duque de Medinaceli (1840-1873), por Madrazo.

Luis Tomás Fernández de Córdoba, XV duque de Medinaceli (1840-1873), por Madrazo.

Los derechos sobre estas tierras salieron a la palestra también en el Trienio Liberal (1820-1823). El jefe político de Cádiz solicitó en 1821 un informe sobre los orígenes de las posesiones señoriales a fin de resolver una reclamación de varios vecinos de Tarifa. En febrero de 1822, la Diputación provincial ordenaba al Ayuntamiento realizar diligencias para restituir dichas dehesas. No obstante, los mismos ediles tarifeños consideraban imposible reunir fondos con los que costear las correspondientes indemnizaciones.

Entre 1835 y 1843 destaca la labor desamortizadora del ministro Mendizábal, que tampoco solucionó el problema. Es cierto que el régimen de señoríos quedaba disuelto legalmente en 1838, pero esto no ponía fin a la lucha por la tierra. Ocurrió simplemente que la propiedad señorial se convirtió en particular permaneciendo en las mismas manos. Hubo resoluciones de los tribunales favorables al "señor", tras las cuales el Ayuntamiento puso en conocimiento de la Diputación provincial que no se conformaba y que seguía en su empeño de recuperar las fincas.

Muchas tierras de los antiguos señoríos fueron vendiéndose por motivos políticos o por necesidades económicas de la decadente nobleza. Así, Mateo Andrade compró al XV duque de Medinaceli la dehesa de Arráez en 1848 por 100.000 reales. También tuvo que ver el temor a las alteraciones que agitaban al campesinado andaluz, para el que el naciente ideario socialista vendría a significar reparto de tierras.

La posible restitución de las dehesas siempre encontraba oposición de los arrendatarios

Otra oportunidad para la ciudad pareció ofrecerla el bienio progresista (1854-1856). La Ley de Desamortización General de 1855, Ley Madoz, permitía denunciar los bienes de Propios detentados por quienes no correspondía. Sin embargo, su puesta en práctica se limitó a una nueva enajenación de tierras concejiles, que pasaron a engrosar latifundios.

Al fracaso de la I República española (1873-1874) sucedió la Restauración borbónica, desapareciendo entonces misteriosamente de la documentación municipal tarifeña el voluminoso expediente sobre este pleito. Al parecer, esto facilitó que el duque de Medinaceli presentase escrituras en el Registro de la Propiedad de Algeciras en mayo de 1878. Así formalizaba su tenencia de las dehesas Tahivilla, Navafría, Haba, Aciscar y Tapatana, que sumaban 9.000 fanegas; más las 2.666,5 fanegas de los 23 asientos de tierra en Almarchal y Zarzuela. A los marqueses de Miraflores y Casa Pontejos pertenecían las dehesas de El Pedregoso, Iruelas y Arroyo de Cuevas, con un total de 10.278 fanegas de tierra de labor, pastos y monte. Así que las tierras en manos de la nobleza suponían el 80 % de la superficie agraria de Tarifa.

Ante esta contundente realidad, el Ayuntamiento no variaba ni un ápice su conocido discurso reivindicativo. En 1887 seguía porfiado en defender "a todo trance" el derecho que asistía al pueblo a dichas dehesas, calificando la concordia de 1536 como provisional. Si bien de momento solo exigía el cumplimiento de su cláusula 12ª, según la cual el Ayuntamiento y los vecinos tenían prioridad para el arriendo de estas fincas, "sin perjuicio de seguir en su tiempo la cuestión".

Panfleto publicado por el ayuntamiento tarifeño durante la II República. Panfleto publicado por el ayuntamiento tarifeño durante la II República.

Panfleto publicado por el ayuntamiento tarifeño durante la II República.

Se buscaron en los archivos de Granada los antecedentes sobre el pleito, presentando el concejal Juan Bronquisse un detallado informe en un pleno en junio de 1891. Causó tal efecto que José de Benito y Huguet, alcalde en funciones, pronunció una espontánea y vehemente proclama recordando la secular lucha de los tarifeños por estas tierras.

En la década de 1930, durante la II República, muchos latifundios fueron expropiados con indemnización por el Instituto de Reforma Agraria, política que luego continuó, con sus matices, el Instituto Nacional de Colonización, ya en el franquismo. La dehesa de Tahivilla fue así expropiada y repartida entre 70 colonos en 1933. Y en abril de 1936 fueron incautadas las dehesas La Haba, Aciscar, Navafría y Tapatana, pertenecientes a Fernando Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas, duque de Lerma, hijo de los duques de Medinaceli. En representación del Ayuntamiento, José Chamizo Morando hizo sobre el terreno un encendido alegato de los labradores asentados, remitiéndose al acuerdo firmado justo cuatro siglos atrás, en abril de 1536. Recordaba que tales tierras "fueron donadas con otras muchas más por el rey Sancho IV el Bravo, y que si el mencionado exduque las posee es debido a que las usurpó al pueblo de Tarifa, siendo cómplices los caciques de aquella fecha". Pero estas cuatro fincas se devolvieron a su propietario en 1937, ya con legislación franquista.

Los arrendatarios, cómplices de los derechos señoriales

La posible restitución de las dehesas encontraba siempre un obstáculo en los grandes arrendatarios tarifeños, interesados en mantenerlas en posesión señorial, bien labrando ellos mismos o subarrendando parcelas a terceros. Además, con frecuencia, estos colonos roturaban terrenos comunales aledaños, colaborando así en su anexión fraudulenta a la propiedad del duque.

Muchos componentes de esta oligarquía agraria y ganadera ostentaban cargos de regidores perpetuos del Ayuntamiento, lo que añadía corruptelas a su gestión. Algunos intentaron paralizar o anular las diligencias del litigio, enfrentándose incluso al corregidor si este disponía cualquier medida que viniera a alterar su situación ventajosa de auténticos caciques. Eran asimismo los mayores beneficiarios de las tierras comunales, que les servían de pastos para sus cuantiosas ganaderías. Así que cuando reivindicaban para la ciudad los privilegios de Sancho IV, en realidad miraban más por sus propios intereses que por los del pueblo. Esto explica que teniendo Tarifa un término tan extenso con fértiles suelos, además de muchos y productivos montes, la inmensa mayoría de los vecinos fuesen jornaleros que vivían en una permanente situación de terrible miseria.

Casi todo el terreno cultivable no montañoso de Tarifa fueron tierras señoriales. Casi todo el terreno cultivable no montañoso de Tarifa fueron tierras señoriales.

Casi todo el terreno cultivable no montañoso de Tarifa fueron tierras señoriales.

Se trata de las acaudaladas familias tarifeñas de grandes labradores y ganaderos, mayormente las dos cosas a la vez, como los Abreu, Orta, Prados, Arcos, Núñez, etc. Tomaban en arrendamiento estas dehesas señoriales por períodos de cuarenta años o más, que se hacían prácticamente indefinidos para la misma familia. Así se entiende la demanda interpuesta en junio de 1766 por Martín Pablo de Villanueva, arrendador de la dehesa de Tapatana; Sebastián de Ayllón, de la de Aciscar; Mª Antonia Chirinos, de la de Arráez; y otros vecinos por las de Tahivilla, Navafría y La Haba. El motivo era que el administrador ducal había sacado a subasta los arrendamientos en perjuicio del derecho que los demandantes y sus antecesores decían tener para continuar como usufructuarios.

El marqués de Casa Pontejos también mantuvo enfrentamientos con sus arrendatarios. Beatriz de Orta le tenía entablado pleito en 1797 ante el Consejo de Castilla por haber sido desahuciada de la dehesa Pedregoso. Otro desencuentro se produjo en 1888 con los colonos de las dehesas Iruelas y Arroyo de Cuevas. Estos reclamaban la prórroga del arrendamiento, mientras que la entonces marquesa de Miraflores y Casa Pontejos advirtió que haría de sus fincas el uso que tuviere por conveniente. En ambas ocasiones quiso el Ayuntamiento dejar constancia del derecho irrenunciable a estas dehesas, declarando nula la concordia de 1536 y reactivando el litigio.

Así es que siempre estuvo cuestionada la propiedad de las mejores tierras de cultivo por parte de los marqueses de Tarifa y luego duques de Medinaceli. Pero no toda la culpa de la usurpación y su blindaje durante siglos debe achacarse a estas casas nobiliarias. Igualmente, contó mucho la connivencia interesada de unas cuantas familias tarifeñas de grandes agricultores y ganaderos, o sea, los caciques locales.

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