SUS manos tiemblan un poco, y tiene la nostalgia colgada de la mirada. De su retina se desgajan los ecos de miles de sonrisas de niños de verdad. Se percibe claramente que le llenaron tanto que podría vivir otros 78 años alimentándose de ellas. Y aunque el tiempo pasa, esos niños de los setenta somos hoy los hombres que le estrechan la mano emocionados recordando el auto de papá o la gallina Turuleta. Cuando trazo estas líneas, estoy tan emocionado que no se si teclea aquel niño inquieto con jersey de pico y pantalones cortos, que creció jugando en la calle y que tenía los discos de los payasos de la tele. Escribir sobre Miliki es como hacerlo de tu abuelo, del abuelo de todos nosotros. Pero dejemos que se explique él. Nos cuenta que trajo de Cuba y de Argentina aquella forma peculiar de dirigirse a los niños, tratándoles de usted. Y se les escapan anécdotas como la de un médico que, en un hospital con escasez de camas, entró en una planta gritando a los pacientes aquello de ¡¿Cómo están ustedes?! A los que respondieron ¿Bieeeén! Les dijo: ¡pues a su casa! Y el bueno de Miliki, que de niños sabe un rato, nos cuenta con emoción que los payasos siguen vivos porque un niño es siempre un niño. Yo quiero creer que tiene razón, y cuando en el archivo veo las imágenes de aquel Circo de la tele (cuando solo había una), y enfocan a los niños del público, me veo entre ellos respondiendo a gritos a mis payasos del alma: ¡Hola, Don José! ¡Por su casa yo pasé! Cuando estrecho su mano entregándome al recuerdo, Miliki me devuelve un "que Dios te bendiga, hijo". Se me pone la carne de gallina al escribir esto, se lo juro. Hay cosas en este trabajo que te permiten ver de cerca a tus mitos, para desbaratarlos o conservarlos. El día 20 me toca José María Aznar. Imagínese como tengo el cuerpo.

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