La historia de las libertades en nuestro país tiene un recorrido relativamente corto, ya que se originó con la discreta revolución liberal que trajeron los efectos del Tratado de Fontainebleau, signado por Manuel Godoy y Napoleón Bonaparte, en 1807. Se trató de una revolución a la española, con grandes efectos y poco ruido, sin los extremismos ni el panorama sanguinario de las guillotinas francesas de un rato antes.

Desde entonces, el respeto a la libertad de prensa, de imprenta, de opinión o de expresión, que todas son facetas de un mismo principio esencial para la convivencia, resulta ser el mejor termómetro de la calidad democrática del país. Antes, en el siglo XVIII, simplemente no existía. Era el tiempo del Antiguo Régimen, con una monarquía absoluta garante de la unidad política del país y de que nadie chistase. En el siglo XIX, los que siguieron asegurando tal integridad territorial de España se cuidaron muy mucho de que tales libertades no se ejerciesen con amplitud y rotundidad, porque incomodaban al poder.

Resulta aleccionador revisar el intenso recorrido del constitucionalismo hispano en el Diecinueve (con dos estatutos o cartas otorgadas, dos constituciones denominadas non nata y otras cinco efectivas), cuya normativa establecía algunas o muchas limitaciones a la libertad de imprenta u opinión, sólo radicalmente garantizada por la impresionante Constitución de 1869. En ella se las considera “inherentes a la personalidad humana” y, por tanto, como “absolutas e ilegislables”, superiores en antigüedad a la propia formación de la sociedad y al Estado. Es decir, derechos naturales y no sólo bienes jurídicos, pues “la ley no los crea”, sino que, simplemente, los “consagra”. Chapó.

En el siglo XX, tales derechos se disfrutaron merced a las constituciones de 1931 y 1978, la nuestra, y permanecen vigentes como garante principal de las restantes libertades. El libre ejercicio de la labor periodística constituye la garantía esencial de que la manipulación y el engaño ejercidos desde los poderes fácticos no impidan el acceso de la ciudadanía al conocimiento objetivo de lo que ocurre a nuestro alrededor. Ahí queda eso, con las mil incógnitas y reflexiones que podrán derivarse de la frasesita.

Esos valores son los que quieren acallar los energúmenos del brazo en alto que han estado apedreando a los periodistas que han cubierto las concentraciones legítimas contra la amnistía. Animadas por unos y comprendidas por otros. Como si el botellazo en la cara a cualquiera de los chicos de las UIP sólo fuese expresión de aquellas libertades y no de la más amarga tradición de arreglarlo todo a garrotazos que tantas veces desgarró este país.

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