Josefina nació en un pueblo de piedra y agua, huerta y secano, en el que el tiempo y el espacio se medían en años y leguas y donde un acento levantino y abierto se posaba en las bocas y las almas.

Desde niña trabajó sin cobrar un sueldo. Su mano infantil daba luz cada anochecida al vecindario desde un artesanal generador que había resguardado bajo el tejado de la casa. Ayudaba en las labores de un campo cercano pero bifronte: amable e ingrato; generoso y avaro. Al abrigo de la sierra que cerraba el horizonte por poniente acudía a coger aceitunas en los fríos amaneceres de hielo y recolectaba almendras en las tórridas tardes de fuego. Aplicada en sus estudios infantiles, quiso estudiar bachillerato, pero su condición de mujer lo impidió: ninguna niña del pueblo estudiaba en el Instituto que estaba en la entonces lejana capital. Luego vino la guerra entre sordas bombas lejanas y próximos refugiados; incendios, asaltos y miedo, mucho miedo. Después vino la posguerra entre silencios, desapariciones, miradas de reojo y hambre, mucha hambre. Los años pasaban mientras los amaneceres de hielo y las tardes de fuego no bastaban para dar alimento: tiempos en los que el azúcar era un lujo y el pan blanco un imposible.

En el pueblo, al que tanto quería, no había oportunidades y no tuvo más salida que emigrar con la ropa que cabía en una maleta de cartón, la cartilla de racionamiento y un traje de novia de crespón negro que siempre guardó como un tesoro. Buscó nuevos espacios de promisión, formó una familia y siguió haciendo lo que siempre había hecho: trabajar, aunque lejos de su tierra, de su agua, de su huerta y oyendo un acento diferente. Fue capaz de levantar un negocio familiar con el hombre que la acompañó toda su vida y formaron un equipo ejemplar. Resolutiva y amable, sabía tratar y ser tratada. Cada día llevaba las cuentas en una libreta de hule negro donde con su pulcra caligrafía anotaba compras y necesidades. Se encargaba de los suministros, de un abastecimiento que supo acrecentar las pasadas penurias de la infancia y vio en los hijos la mejor forma de proyectar su amor y de educarlos con la visión directa del trabajo, la honestidad, el esfuerzo y la bondad. En tiempo de silencios y represiones, ejercía la igualdad y el respeto; pensaba, actuaba, oía y rectificaba. Hacía el bien con la constancia de los ciclos naturales, sin enconos ni odios y consiguió transmitir la mayor tolerancia hacia lo diferente. Como tantas otras mujeres en aquellos años en los que el verbo reivindicar no podía conjugarse en voz alta y en los que las marchas eran casi todas militares, fue capaz de ser ella misma en un mundo difícil pero que nunca consideró hostil. Como tantas otras mujeres fue motor, faro, referente, ancla y hasta salvavidas; además, Josefina fue mi madre.

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