En el siglo XVII eran el público vociferante de los autos de fe, quienes, amparados por la masa y el anonimato, disfrutaban de la desgracia ajena como reafirmación de la seguridad y la impunidad personal.

Hoy siguen sin tener criterio ni idea propia sobre los temas importantes, si bien son capaces de dar opinión sobre cualquiera que se les ponga por delante. Ni saben ni quieren saber, ya que desprecian las evidencias científicas, los análisis políticos o económicos y las reflexiones culturales e históricas. Su conversación apenas supera la fase de repetición de las consignas recibidas por los canales de opinión en los que están anclados, retroalimentando su vagancia intelectual crónica.

Son activos en redes sociales, machacando a cualquier hijo de vecino que se tercie con los eslóganes de su tribu, tal cual llegan, sin filtro ni reflexión. Su laik es impulsivo, instantáneo, no se les pase la ocasión de seguir redistribuyendo la bazofia que se acumula en el dispositivo electrónico.

No crean, ni aportan; no enriquecen, ni adornan; no convencen, ni siquiera intentan seducir. Todo es brutal, violento, de macho alfa frustrado –da igual el género– que encuentra la oportunidad de revertir, por un instante, su existencia acomplejada, al vomitar su miseria personal en las redes.

Disparan al estilo verbenero, pero con munición de guerra; sus petardos y artificios pirotécnicos resultan torpedos contra la línea de flotación del objetivo que se les haya cruzado por delante.

Generan crispación con indolencia, incendiando grupos de Whatsapp o hilos de comentarios de Facebook, cuestionando sin saber ni contrastar, opinando despóticamente, porque ellos lo valen. No los avalan estudios ni certificaciones, tan sólo su creencia, que elevan al rango de dogma. Seguramente, nunca arriesgaron sus recursos propios en aventuras empresariales, pero se toman la licencia de cuestionar o desacreditar, cuando no vilipendiar, las iniciativas de otros que crean empleo, generan riqueza y triunfan o se arruinan al jugársela en nuestra implacable sociedad de mercado. A base de un clic instintivo, animal. Son los tiranos de la “sociedad del conocimiento”, la más ignorante y desinformada del último siglo.

Ajenos a los perniciosos efectos que en esas aventuras empresariales o recorridos profesionales pueden causar sus destructivas ocurrencias, opiniones o invectivas, disparan complacidos su dosis de veneno para empezar el día reconfortados, para saborear, ya relajados tras haberle ajustado las cuentas al mundo, el vermut, o conversar amigablemente en torno a un café humeante, sabroso, con la dosis justa de azúcar.

El sacrosanto derecho a la libre expresión de las ideas es la excusa, porque los parásitos de los sistemas de libertades siempre saben sacarle rédito personal.

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