El 7 de octubre, cuando los medios de comunicación emitieron el terrible ataque terrorista de Hamás contra población israelí, se hicieron realidad los horrores que siempre he relacionado con esas películas gore que difícilmente podía relacionar con la maldad real, porque nos superaba. Vuelvo a repetirme que soy una ilusa. Pero este horror no se ha parado. Sigue. Se perpetúan los muertos aquí y allá, y en una apoteosis de destrucción del que es ya un estado, Israel, que se llama a sí mismo democrático, y que alberga entre su población a la inmensa mayoría de ellos, planifica un gigantesco ataque contra una población de dos millones y medio de habitantes, que conviven con estrecheces en 300 km y que, como en un campo de exterminio, están rodeados por inmensas murallas que les impiden su huída. Un genocidio planificado

Pero no, ahora no voy a ver quiénes son los “buenos” y los “malos”, ni quiénes tienen más o menos razón. Para eso ustedes solo tienen que coger un buen manual de Historia Contemporánea y si quieren remontarse a los pogromos que se dieron en Rusia a finales del S. XIX o, para tener las ideas más claras, a la creación unilateral del Estado Sionista de Israel, con Ben Gurión. Cómo y quiénes hacen el reparto y quiénes son los beneficiados. Sigan leyendo hasta la actualidad y quiénes protegen bajo sus poderosas alas a este nuevo Estado. Y si tienen dudas sigan contrastando información y verán la complejidad de un Estado, que lleva en su interior distintas corrientes y que cada vez se ha extremado más. Lo mismo les remito a hacer con Palestina, aquella tierra de la que sus habitantes nunca marcharon. Y saquen sus conclusiones.

Ahora es el momento de que nos dejen hablar de los muertos; sin ideología, sin apoyos. Dejen que pensemos en las caritas de los niños pegados a los pechos de sus padres; o a los que acarrean macutos y maletas en sus espaldas. Déjenme hablar del miedo de los que fueron raptados, violados, golpeados en el inicio de este conflicto; de las ciudades donde la población hacinada vivía, con sus mercados, y coches vetustos y riadas de gentes que vivían, vivían allí y ahora son solo toneladas de escombros, hierros retorcidos y muertos entre esas piedras que serán su sepultura.

No me hablen de razones, de acuerdos, de declaraciones duras o equidistantes. Esta guerra, como todas, no sirve para nada a esos muertos vivientes que pululan por fronteras o que han sido convertidos en escudos humanos.

Albert Einstein, judío no practicante, dijo poco antes de la creación que de nada serviría un Estado Sionista que fuera incapaz de hablar y poner en paz a israelíes y árabes. De nada servirán peroratas que sólo ayuden a un estado nación.

Los hombres y mujeres de buena voluntad de un mundo sin fronteras solo queremos una cosa: ¡Qué cese la Guerra!

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