De pequeño odiaba los cuadernos de vacaciones que se anunciaban machaconamente en televisión como si fueran lo más molón del verano. Mentira. Suponía un suplicio tener que rellenar la página diaria, por muchos colorines y dibujitos que tuviera, en la mesa de la cocina de mi abuela. A mí me gustaba estirar la masa para hacer tortas de pan frito, sentarme por las noches al fresco en la escalera del patio a leer y, por supuesto, darme un chapuzón en la playa de Palmones. La tortura del cuadernillo duraba apenas un rato por las mañanas. Hoy en día los cuadernillos de marras siguen a la venta en el hipermercado. Pero los niños del milenio se ven sometidos a otra clase de tortura: los campamentos lúdicos. Toda la mañana con monitores porque sus padres trabajan y apenas coinciden quince días al año. Al final va a resultar que me quejo por gusto.

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