Historias de Algeciras

El crimen del Callejón de la Vieja (II)

  • Cuatro indeseables en la barra de un bar comentaban que Juana, la humilde cabrera, tenía mucho dinero escondido

  • La vecina de la calle Aníbal atravesaba la ciudad con sus cabras

A pesar de la diaria imagen de las cabras los niños de la calle Ángel seguían sorprendiéndose ante los animales

A pesar de la diaria imagen de las cabras los niños de la calle Ángel seguían sorprendiéndose ante los animales

Una vez dejada atrás la calle Ángel, Señajuana y su pequeño hato emprendieron la subida de la calle Torrecilla (Prim), a veces se encontraba con don Emilio (Santacana), quién en un auténtico alarde de respeto hacia la edad y el trabajo que desempeñaba la humilde cabrera, la saludaba llevándose la mano al filo del sombrero. “¡Qué gran caballero es don Emilio!”, había pensado más de una vez la sencilla Juana, tras se objeto de atención por unos instantes del que fuera exalcalde y futuro protagonista local de la Conferencia Internacional que se celebraría en Algeciras años más tarde (1906). Emilio Santacana vivía muy cerca del comienzo de la calle Torrecilla o Prim, concretamente en el número 29 de la calle Cristóbal Colón, aunque para Juana siempre sería la calle Larga.

En la empinada calle Prim, Señajuana siempre hacia como poco dos paradas fijas. La primera ante el número 9, donde se encontraba el domicilio y el establecimiento de loterías –en la parte baja de la vivienda–, propiedad de Juan Guadalupe Sánchez. La chica de servicio del que también sería alcalde de la ciudad años después, bajaba a comprarle la leche de sus cabras; siendo la segunda parada obligatoria frente al número 1, donde se ubicaba la confitería de Ángela Vázquez. Juana no podía quejarse de su clientela a la que ella cuidaba, negándose “¡No como otros!”, decía más de una vez “¡que bautizan la leche!”. Su marido le decía en vida: “Juana lo que le ganas hoy con el agua lo pagas mañana”, y que sabio era su difunto esposo. Aquello del agua bautizada era “Un engaño que siempre había existido”, comentaba Juana más de una vez.

Años después a los hechos relatados, una pública denuncia recogía al respecto: “La venta de leche que se hace en Algeciras se hace en unas condiciones que es difícil adjetivar... Se vende el litro á 1’50 pesetas; y si realmente lo que se diera fuera leche, todo podría pasar; pero el asunto es que la dan bautizada y rebautizada, dándose el triste caso de que los enfermos que de ella se alimentan, ingieren solo agua sucia que no les nutre los suficiente, ó les perjudica si en la extraña mezcla entra algún elemento nocivo como es no poco frecuente. Y como esto –prosigue la denuncia– con una simple orden de la Alcaldía, para que se verifique el repeso puede evitarse. Trasladamos el ruego al Sr. Alcalde, quién seguramente no tiene noticias de lo que se denuncia, pués de haberlo sabido, hace ya tiempo hubiera dado las ordenes oportunas para evitar el fraude”.

Otra denuncia sobre la mala calidad de la leche que se vendía en la Algeciras de entonces, la encontramos en la siguiente crítica no exenta de guasa local: “¿Por qué ha de consentirse que tengamos mala leche? ¿Por qué no se ha de exigir que la vendan buena?. El Alcalde ha dado órdenes de que se puedan presentar comprobantes y manda al Hospital y a la Cárcel leche decomisada adulterada ¡No podemos beberla los sanos y se la dan a los enfermos! Mandarla a la cárcel pase porque así se solucionan antes los procesos y se adoban a los procesados”.

El paso por la empinada y bulliciosa calle Prim no era fácil para el hato de Juana El paso por la empinada y bulliciosa calle Prim no era fácil para el hato de Juana

El paso por la empinada y bulliciosa calle Prim no era fácil para el hato de Juana

Tras dejar la pendiente de la calle Prim, Juana se dirigió hacia la calle Real (Cánovas del Castillo), dejando atrás en la esquina con la calle Larga a un establecimiento de bebidas, cuyo dueño Antonio Domínguez, había sido pastor de cabras y por ello el local se llamaba Bar Leche de Cabra. De hecho, igual servía un popular chato o vaso de vino que vendía leche de cabra. Una vez en la calle Real, siempre salía a comprarle Paco Calvo el dueño del también Bar Europa, sito en el número 3, o la señora de Juan Portillo, que era profesor de náutica y que vivían en el número 15 de aquella céntrica calle. Su paso por La plaza de la Constitución (Alta), siempre lo hacía metiéndole a sus cabras una cierta prisa; en modo alguno querría molestar con los balidos y sonido de esquilas de sus cabras, a aquellos señores que tomando el sol frente al Casino, leían con gran avidez aquellas inmensas hojas de periódicos que el tren había traído a primera hora, y que contaban las últimas noticias del conflicto de Ultramar. Juana oyendo los comentarios de aquellos señores sobre la suerte de nuestros soldados en aquellas lejanas tierras, reflexionaba para sí “a veces me alegro de no haber traído hijos al mundo”.

Poco podía imaginar aquella pobre mujer que –sin saberlo– divagaba sobre el gobierno, el mundo y sus monarquías, que cuatro indeseables apoyados en la barra de un “barucho de mala muerte”, envueltos en olor a alcohol, sudor y tabaco, comentaban sobre lo oído por uno de ellos, cuando aquella pobre vieja paso por el Matadero Municipal, donde los cuatro desalmados trabajaban...

–Dicen que tiene mucho dinero, que lo tiene escondido...–¡Bah!-, exclamó el más chulesco. –La vieja lo lleva encima... –¿Y tú como lo sabes?, preguntó el más ingenuo de los cuatro...–Porque piensa llevárselo con ella al otro mundo, respondió mientras se asomó a la puerta, le dio la última calada al mata-quintos y fijó su mirada asesina en la calle que llevaba a la casa de la pobre Juana. En su oscura mente se dijo: –Allí no, pasa mucha gente por aquella calle y... está cerca del Mataero.

Una vez en la calle Convento, Señajuana volvía a ser reclamada por su fiel clientela; por ejemplo, la sirvienta de Pedro López Mañeto, propietario del Café Imperial, sito en el número 3. Un poco más adelante y nuevamente era requerida, esta vez la llamada venía de la muchacha de servicio que trabajaba en la vivienda de don Jorge Glynn, sita en el número 16 de aquella calle y del que comentaban en los papeles, con gran admiración: “Al mismo tiempo que nuestros soldados intentaban adaptarse, por una simple cuestión de natural supervivencia a las nuevas condiciones impuestas tan lejos de sus hogares, en Algeciras, los efectos de la guerra de Ultramar, en su último capítulo como lo fue la intervención de Estados Unidos, produjo la renuncia al cargo, del que fuera vice-cónsul de aquella nación en nuestra ciudad, D. Jorge Glynn, popular y reconocido propietario e industrial de Algeciras (se dedicaba a la compra y venta de cereales, tenía su despacho en el número 16 de la calle Alfonso XI, y el almacén en el popular Secano), que además de ostentar la representación diplomática estadounidense, encargándose, principalmente, de los intereses marítimos de los navíos de aquella bandera, también ejercía similar labor, como vice cónsul de Francia en esta ciudad.

Tras la declaración de guerra por parte de los Estados Unidos, Glynn presentó oficialmente, en un claro gesto patriótico, su renuncia ante la embajada de aquel país ubicada en la capital de España. Desde aquel momento, los asuntos que se gestionaban por aquel vice consulado abierto en Algeciras, serían llevados por similar representación de aquel país, pero establecida en Gibraltar, en la persona de D. Horacio S. Spraguer. D. Jorge Glynn Mainet, volvió a sus negocios, entre los que se encontraba, además de los cereales, la novedosa instalación, tiempo después, del primer surtidor de gasolina que se emplazó en nuestra ciudad, siendo ubicado en la plaza Juan de Lima. Muy vinculado a la vida social algecireña, a comienzos del siglo XX, ejercería como secretario en la junta de la Sociedad Casino de Algeciras, presidida por D. Antonio S. Nouvelles”. (Tapia Ledesma, M. Historias de Algeciras V. Ed. Imagenta 2019).

Tras salir de la siempre transitada y ajetreada calle Alfonso XI o Convento, Juana se dirigió al frente buscando el Camino de San Roque, dejando al poniente El Calvario, con La Perseverancia a los lejos; y las instalaciones militares al levante. Metros más adelante, la añosa pastora, debía tener especial cuidado con las cabras, pues estas solían meter en los pequeños jardines repartidos por el popular Paseo de Cristina, como el que poseía Ramón Gilabert, Joaquín Morales o Juana Acuña Biedma, en los setos de esta última, dada su ubicación al levante, la pastora había tenido que mostrarse en más de una ocasión con cierta dureza con sus cabras, dada la frescura de sus brotes.

Una vez en las afueras de la población, y cumplido con su trabajo, Juana dejaba que sus cabras descansaran pastando o ramoneando libremente por la zona. Saciando su sed los animales en el arroyo llamado del Cachón, conocido después como de Los Ladrillos. Este arroyo nacía en los altos de la Bajadilla (aproximadamente a la altura del actual depósito de aguas de la calle San Luis), posteriormente bajaba para atravesar el arrabal del Hotel Garrido –así denominado por ser humildes casas o barracas, construidas dentro de la propiedad y beneplácito de Manuel Garrido, su dueño–, para continuar hasta la conocida y popular Charca.

El arroyo del Cachón o Los Ladrillos, junto al también arroyo del Tejar (hoy canalizado bajo la calle Jacinto Benavente), eran las dos únicas corrientes de agua que desembocaban en la playa del Carmen, mal llamada de Los Ladrillos. En su bajada hasta el mar, el Cachón atravesaba la huerta conocida como Mirador de Gilabert, propiedad del nombrado Ramón Gilabert, donde décadas después, se construiría –para gozo de los aficionados de un deporte llamado foot-ball que los ingenieros ingleses del ferrocarril practicaban en la parte de los ricos de la Villa Vieja, no lejos de la casa de Juana–, el estadio del Mirador, de ahí su nombre. A Juana, para vigilar mejor a sus cabras, le gustaba descansar sobre un alto que se encontraba dentro de una propiedad, conocida popularmente como la Huerta del Canina, pequeña suerte de tierra que también pertenecía al mencionado Gilabert. Después sacaba de su telera un trozo de pan y otro de queso con los que reponer fuerzas, para una vez, descansados los animales y su pastora –aprovechando lo poco transitado del paraje– realizar sus diligencias corporales mayores y menores, comenzar el regreso a casa.

Así era la rutinaria vida de Juana, la vecina que vivía en la calle Aníbal, al otro lado del río de la Miel, recordemos: “En la parte de los pobres”, como le gustaba puntualizar a Juana. El tiempo determinaba su ruta; otras, la poca venta la obligaba a cambiarla. A veces, también volvía a casa prácticamente con el monedero vacío. El oficio de cabrero era una fácil salida para muchos padres de familia que no encontraban trabajo en otro sitio. Y cada vez había más cabras en la calle...o al menos eso le parecía a Juana.

Aquella mañana se presentaba como una más en la larga vida de la pastora de la Villa Vieja, tomó el camino y “¡arreando er jato!” se puso en marcha. La calle Ángel, la calle Larga, Prim o Torrecilla, Carretas o General Castaños, Real (hoy, Radio Algeciras), plaza Alta, Alfonso XI y Camino de San Roque (Capitán Ontañón).

Las cabras pastaban plácidamente, la vista de la bahía era inmejorable. Una nube –la nube de siempre, la nube eterna–, descansaba sobre Gibraltar. La pobre Juana sentía el sol en su cara y en sus piernas. Había conseguido entrar en el padrón benéfico, tenía derecho a medicinas y médico. En su primera entrevista, el galeno en cuestión le había aconsejado que debía dejar el trabajo de las cabras. Juana se sonrió, mal consejo aquel para quién como mucho, solo podía esperar de esta vida que un pleno del Ayuntamiento la nombrara “pobre de solemnidad”. Y entonces ocurrió... Un dolor intenso en la garganta y poco a poco la visión empezó a nublarse, un fuerte y desagradable olor a alcohol, sudor y tabaco fue lo último que la vida le regaló a Señajuana. Después... la oscuridad eterna. Todo había sido muy rápido.

Continuará.


Manuel Tapia Ledesma es director del Archivo Histórico Notarial de Algeciras.

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