Campo chico

Algeciras, Calle Real (VI)

  • Un empeño inacabado fue el proyecto de creación de una universidad apoyada en el Colegio Los Pinos

Calle Real de Algeciras a principios del siglo XX.

Calle Real de Algeciras a principios del siglo XX.

La hoy calle Cánovas del Castillo, que es el tramo de la calle Real que ha conservado ese nombre en el decir popular, empezaba, bajando y a la izquierda, con la gran panadería de los Ríos. No hay número 1 (ya expliqué por qué), así que la Panificadora Modelo, uno de los establecimientos de más solera de Algeciras, era el número 3.

Fundada en 1860, en los años primeros de la posguerra, concentraba a mucha gente desde muy temprano y a lo largo de la mañana: el racionamiento suponía la exigencia de disponer de una cartilla, que había de ser sellada para el control y regulación de un bien esencial y escaso como eran todos los derivados del trigo. Emilio Ríos Casero era nieto del fundador. La familia se estableció en El Acebuchal, procedentes de Potes, en la comarca cántabra de Liébana, cerca del parque nacional de los Picos de Europa, y posteriormente compraron ese gran edificio que iba desde la calle Real al callejón del Muro, ocupando toda la fachada de la callejuela, Bilbao, que va de una cuesta a la otra.

Emilio casó con una gran señora, una mujer con la que tuve el privilegio de conversar en muchas ocasiones, sobre todo en el portal del edificio de viviendas en que se convirtió el obrador de panadería hace algo más de dos décadas. Se llamaba Carmen Letamendía Iraola y era de San Sebastián; me producía curiosidad el sentir de una persona instalada entre nosotros que había llegado hasta aquí desde esa bellísima ciudad de la costa cantábrica.

Tuvieron dos hijos, mi queridísimo e inolvidable amigo Juan Mari y Emilio, bastante más joven que nosotros, que dirigiría la conversión del obrador en uno de los primeros inmuebles diseñados con buen gusto en Algeciras; posterior y en la línea del que se hizo en la Plaza Alta, por iniciativa de la cadena SER, que albergó un tiempo a Radio Algeciras, en una de sus etapas más brillantes. Sergio González Otal y después Carlos Vergara Ivison fueron sus conductores principales en esa etapa. Mal que ahora se tolere que anden hiriendo el paisaje urbano con esas fachadas, una negra y otra blanca, que parecen concentrar la fealdad frente al lateral de la iglesia, en la calle Santísimo.

Me llevaría mucho espacio escribir sobre Juan Mari y he de limitarme. Era una de las grandes personas que Dios me ha puesto en el camino. Aficionado al fútbol, de muy joven creó un equipo al que sólo el de Acción Católica le podía hacer frente en aquellos llanos del polvorín, más allá del viejo cementerio, un campito que a nosotros nos parecía el Wembley. Para menos nivel teníamos el del Campo Chico, con el que doy nombre a este recuadro. Éste más cercano y más modesto estaba a orillas del mar, en el litoral entre la Escalerilla y Trafalgar, paralelo a las calles Munición (Gómez Ortega) –hervidero de noches de vino y rosas– y Baluarte.

Juan Mari sería directivo del Algeciras C.F. en varias etapas. Lo era cuando el equipo ascendió a Segunda División por primera vez, en la temporada 1963/64. En sus viajes a Madrid siempre recalaba por el legendario Mesón Algeciras, de Juan Guerrero Soriano, en el madrileño barrio de Tetuán, donde durante una década, entre los ochenta y los noventa, se recrearon, en sus fechas, el carnaval algecireño y las erizadas.

En la otra esquina del callejón Bilbao estaba la tienda de comestibles conocida por la del Tío del Bigote y frente a ella la tienda de Ferrari, una armería de postín, de referencia en la comarca y aun más allá de estos pagos. Olga, “la de Ferrari”, era una niña guapa y buena, más alta de lo que cabía esperar, tanto que nos inspiraba a todos mucho respeto. Por allí andaban también los Reverdito, Ramón y Fernando; este último sería un día director, nada menos, que del Hotel Reina Cristina, la joya de la corona. Junto a Ferrari, la sastrería de Julio Alonso era –como ya dije en anterior entrega– uno de los talleres de corte y confección más acreditados.

En Los Rosales, donde todo adquiría una dimensión diferenciada, Julio era conocido por el capitán Johnson, lo que, como ya contaré, generó alguna anécdota de las muchas producidas en ese bar, histórico por muchas razones. En ese tramo de calle se integraba el patio en el que vivía y tenía el despacho Leocadio Pérez de Vargas (mi tío), que casó ya mayorcito con la que sería mi tía Nena, hija, como mi querida y recordada Paquita –madre de los Silva–, de los dueños de una gran tienda, Tejidos López, que ocupaba el chaflán que hacen las calles General Mola (Prim) y Larga (Cristóbal Colón).

Leocadio era un abogado de mucho prestigio; su hijo, mi primo Rafael, también abogado, murió en accidente de carretera cerca de Tahivilla, con poco más de cuarenta años, el día 8 de enero de 1999, cuando realizaba una extraordinaria labor de lucha contra la droga, junto a otros admirables paisanos, como Miguel Alberto Díaz o el también desaparecido Luis Marquijano, todos ensamblados en la coordinadora Barrio Vivo, a cuya existencia y tareas tanto debemos.

Rafael contribuyó a facilitar la construcción y equipamientos de la Residencia Hogar San José, heredera del asilo cuyo edifico medio en ruinas permanece a la espera de que alguien se ocupe de su recuperación. Una de sus empeños, que no pudo llevarse a cabo, fue el proyecto de propiciar la creación de una universidad privada desde una fundación apoyada en el Colegio Los Pinos, una de nuestras más importantes instituciones educativas.

Antonio Arias Clavijo Antonio Arias Clavijo

Antonio Arias Clavijo

Desde aquel patio, el número 6 de la calle, salía vestido de luces, cuando había ocasión para ello, un torero de plata trianero que alternaba el paseíllo en La Perseverancia, en la cuadrilla del matador que lo demandaba, con un puesto en el mercado de la Plaza Baja. Antonio Arias Clavijo traía el oficio aprendido de Sevilla, donde nació en 1902. Se casó con una algecireña y se afincó en Algeciras en 1932. Era todo un espectáculo, como puede suponerse, verle esperar en la calle al coche que había de llevarlo hasta la plaza.

Ya me he referido otras veces a este querido personaje y no quiero repetirme. Tuvo una familia numerosa, de gente de bien, muy querida, como lo fueron él y su esposa. Hijos suyos fueron Antonio y Rosendo Arias, dos personas extraordinarias, inolvidables, a los que siempre echaré de menos, y tres de las más bellas mujeres de esa generación: Purificación, Mercedes y Encarnación. Clavijo ayudó a todo el que pudo y a muchos toreros principiantes, entre ellos “Miguelín” y “Paquirri”.

Escribe José Antonio Valdés (Algeciras Romántica, 1983) que un domingo de Resurrección, el de 1973, un 22 de abril, “unos toreros antiguos, venidos del reino sin vida, se llevaron a Clavijo a hombros, desde Algeciras a la eternidad”.

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