Historias de Algeciras

Un algecireño en Nueva York (I)

  • El aún joven José, jornalero y marinero, era un buscavidas o ganapán, personaje muy propio de la España de cualquier época

Las embarcaciones en el río de la Miel esperando la pleamar.

Las embarcaciones en el río de la Miel esperando la pleamar.

Todavía medio dormido, bebió José la copa de aguardiente que Eduardo Berdaguer le había puesto sobre el mostrador de su modesto bar abierto en la plazuela de la Caridad. Pasó el dedo sobre el borde antes de llevárselo a la boca, dándole tiempo a sus pensamientos a reubicarse en su cabeza a pesar de la hora tan temprana. Mirando al propietario del establecimiento –no así de la finca que era propiedad de los herederos de Oliva- pensó que estos -los taberneros-, estaban hechos de “otra pasta” dado que: desde que dejaban la cama daban muestra de una actividad constante como si fueran ajenos al cansancio acumulado el día anterior.

En contraposición, José observaba al resto de parroquianos adormecidos que como “muertos vivientes”, que escuálidos y tristes entraban en el local para darse un “lamparillazo” -gesto obligado después de tantos años de costumbre- de coñac, anís o aguardiente, con el que levantar el ánimo para afrontar otro miserable día en aquella Algeciras, donde faltaba el trabajo y sobraba el hambre.

Mientras las sombras vivientes, en su mayoría delgadas y andrajosas entraban en el local, emitiendo un susurro que bien se podría traducir como un buenos días, y consiguiente búsqueda del apoyo de una silla junto a la fría y sucia pared; o, el no menos gélido mostrador; añorando en ambos casos, el jergón dejado momentos antes -compartido normalmente entre varios miembros de una misma familia- y que relleno de farfolla (envoltura del maíz), era esparcido cada noche en el centro del "cuarto" de cualquier abandonado patio de nuestra ciudad. Berdaguer imbuido en su mundo tabernero, colocaba sillas y mesas; fregaba vasos, atendía a los clientes e incesantemente pasaba el trapo por el zinc del mostrador, que una vez cumplida su misión volvía a su hombro derecho. Su otra gran herramienta de trabajo se encontraba apoyada en la oreja izquierda, aquel trozo de tiza era el control económico del modesto negocio.

Eduardo Berdaguer García había comprado el establecimiento, pocos meses atrás, al anterior propietario Pedro Carrillo León; dándose la triste paradoja: mientras el primero vendió el “tugurio” para marcharse de Algeciras buscando una vida mejor para él y su familia; el segundo, lo adquirió por igual motivo dejando atrás su pueblo natal de San Fernando, estableciéndose junto a su mujer e hijos en nuestra ciudad. En definitiva, la miseria que en aquellos tiempos asolaba España, se trasladaba de una localidad a otra, dando la impresión con ello de que de algún modo se paliaba.

Tras echarse al coleto y de un trago “la coñac” -como se acostumbraba a nombrar en Algeciras-, José se acicaló con rapidez la gorra, y tras dejar de forma sonora sobre el zinc del mostrador la perra gorda que la copa le había costado, salió rápidamente del local en dirección hacia la calle Tarifa con la intención de cortar camino hasta llegar a la tahona sita en la calle Reina. Sus compañeros de faena que le aguardaban preparando redes y resto de aparejos sobre la embarcación, esperaban su llegada con el pan caliente bajo el brazo, para soltar amarre y salir del río de la Miel, en dirección a las aguas de la bahía. La mañana era fría y José se estaba retrasando.

Tras revirar la esquina, y dejar atrás el popular Parador de la Luz (propiedad de la que fuera esposa de Marcet, Mariana Llorca López), alcanzó el patio conocido por el de “La Morera” -también propiedad de la familia Marcet- continuó aligerando el paso no sin dar los obligados buenos días, tanto a los vecinos que se encontraban liando un "mataquinto" a la puerta del patio de “La Catalana”, como a los primeros empleados que hacían acto de presencia en el establecimiento de Grimaldi (Hnos. Grimaldi), ubicado en el número 14 de la citada calle Pi y Margall, aunque para los algecireños siempre fuera la calle Tarifa.

Una vez afrontado el conocido callejón sin nombre, pudo ver de frente rodeado de oscuridad la endeble luz que iluminaba la tahona y las pululantes sombras de los panaderos que sudorosos -por mor de la temperatura que generaba el horno y quedaba atrapada para mejor el pan cocer- se movían como autómatas, ya fuera para descargar la leña acumulada en la puerta y que habrían de utilizar las noches siguientes; ya introduciendo sacos de harina; o, ya cargando los grandes serones de las bestias que habrían de repartir el, aún caliente pan, por panaderías, casas particulares y demás establecimientos de la ciudad.

Aquella tahona que José conocía desde pequeño, había sido abierta por José Díaz Araujo quien tras casarse el 12 de noviembre de 1881 con María de la Concepción Burné Caballero, decidió abrir el horno en aquel edificio, que a su vez, había sido levantado por varios propietarios, tales como: Joaquín Castillo Cerdán, José Castillo Durán, Antonio Pérez Pino, Manuel Ríos Fuentes, Francisco Muñoz Toledo, Ricardo Torres Fernández y José Nicart Vélez. Previamente estos vecinos constructores, sabedores de la ampliación urbana hacia el sur de la ciudad, habían adquirido los terrenos en 1879 a José Méndez Barrera y Antonio José de Reina Martín; quienes lo habían adquirido con la misma pretensión; pero, que ante la falta de financiación necesaria enajenaron el mismo a los citados. Siendo los terrenos originarios donde se asentaba el edificio una huerta que fue propiedad de Dolores Sánchez Monje y Luisa Cantero, y que ambas, vendieron en 1842 a los reseñados: Méndez Barrera y Reina Martín. Curiosamente la calle llevaba el nombre de Reina, coincidente con el apellido de uno de los compradores, y en un futuro, un músico descendiente de este y de nombre Miguel, ocuparía el nomenclátor de la vía, pasando a denominarse calle Miguel Martín.

Adquirido el pan, José siguió su marcha hacía la banda norte del río de la Miel. Aquél día tocaba ejercer de marinero. Si bien en su cédula y en el apartado profesión aparecía como jornalero, lo cierto es que como era habitual en tiempos de difíciles, el aún joven José, era un “buscavida” o “ganapán”, personaje muy propio de la España de cualquier época. Y hoy tocaba ganarse el sustento – para él y su familia-, en la mar.

Conforme se aproximaba de frente al embarcadero del río, el olor del levante y su humedad embargaban al mal alimentado cuerpo de José. Los marineros de las distintas barcas se preparaban para salir.

Cigarros colgados en las bocas, caras sin afeitar, boinas caladas, cuellos abrochados en un intento vano de impedir el paso del frío mañanero al cuerpo. Aquellos recios hombres subían a las embarcaciones los enseres y aparejos necesarios para la pesca, y así poder conseguir llevar un jornal digno a sus casas.

A la derecha Piedra de la Galera. A la derecha Piedra de la Galera.

A la derecha Piedra de la Galera.

En estas tareas preparatorias, se encontraban inmersos marineros como: Francisco Herrera Galán, Salvador Peñalver Río o Luís Álvarez López, hombre este último viudo que vivía solo en el conocido patio de Grassini, situado en la plazoleta de San Isidro, y que sobrepasados los 40 años de trabajos en el mar, reflejaba en su rostro la dureza de las faenas de la pesca. Otros, cuyas embarcaciones ya estaban preparadas pero esperaban la pleamar buscaban abrigo en el establecimiento de bebidas de Rafaela, situado en la esquina con la calle Río (Rafaela Castro, era una mujer soltera de avanzada edad, que vivía en el número 14 de la calle López); aquella buena mujer, querida y apreciada por todos los hombres de la mar, daba cobijo -aunque no consumieran-, a aquellos pobres marineros que cada madrugada visitaban su humilde local. La última copa, el último sorbo de café, o el mendrugo olvidado en casa, normalmente siempre salía del otro lado del mostrador de Rafaela.

Una vez terminada la faena y con la marea necesaria, coincidente con las primeras luces del día, tras Gibraltar, José el jornalero, el marinero o lo que terciara; junto a sus compañeros, soltaban amarras y orientando el falucho, dirección E. sintiendo el frío en las manos y cara, con el impenitente cigarro colgando de los labios, emprendían la marcha. La proa de la pequeña embarcación, como si sola conociera el camino, tomaba como referencia la roca de los ingleses.

El reducido número de tripulantes de aquella humilde nave callaba. Solo el viento llenando suavemente la vela rompía el silencio. José, callado como sus compañeros interiormente gritaba a los cuatro vientos que estaba cansado, harto, hastiado de trabajar de sol a sol... Hoy en una huerta junto al río de la Miel -como la llamada “Las Pasaderas”, propiedad de Francisco Caro-, mañana en un cortijo -como por ejemplo “El Peregrino”, propiedad de Gertrudis Marques, ubicado en la sierra de Getares o Dehesa del Lobo-... Y pasado de picapedrero, en la cantera verbigracia sita junto al “Diente de la Vieja”, propiedad de Francisco España Rojas; o, como ese día: de marinero en algunas de aquellas barcas -que también llamaban “almejeras”- con las que combatir el hambre. José quería marchar, huir de aquella Algeciras; ciudad que le vio nacer, pero que de ser la “América chica” -dado el volumen de dinero que generaba el contrabando que por ella pasaba-, se había convertido en una trampa de miseria y hambre. Pues si bien el contrabando estaba controlado por las fuerzas de orden público, familias enteras no paraban de llegar, creyendo que Algeciras seguían siendo lo que fue... ¿Pero adónde ir? Se preguntaba una y otra vez José, que apenas había ido al colegio y era como le decía su madre: El maestro liendres, de todo sabes pero de nada entiendes.

De regreso a la realidad, observó como aquellas pequeñas pero fuertes embarcaciones que descansaban en bajamar sobre el lecho fangoso del río, debían avanzar ganando profundidad, sin perder de vista la mal llamada “Piedra Galera”; pues si bien se denominaba en singular, constituían dos peligrosas rocas salientes del agua. (Recogidas por Vicente Tofiño, en su célebre obra titulada: Derrotero de las Costas de España y del Mediterráneo de 1783. Definiéndolas del siguiente modo: Se encuentran a medio cable, distante del muelle como al E. NE. á flor de agua, dividida en dos con una restinga ó arena o piedra debajo del agua y a baja profundidad, próxima á la parte del NE, y ¼ de milla al N SE hay un placerito con solo dos brazas de fondo). Pasadas “las piedras” Galera, las brazas de profundidad a babor o N. iban -afortunadamente- en aumento 4, 6'5, 7, 9, hasta las 19 brazas, existiendo las llamadas también peligrosas: “conchuelas” o piedras cubiertas de conchas; mientras que por estribor o S, eran de menor profundidad, 4, 3, 5 o 6 brazas, encontrándose junto a estas las temidas “lamas y piedras”. El frío iba en aumento.

(Continuará)

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