Historias de Algeciras

Alguien voló sobre los nidos de la Palma (II)

  • La felicidad del matrimonio formado por Mercedes y Antonio, cuya enfermedad mental ponía en entredicho el futuro familiar y económico, se fue apagando progresivamente

En la calle de Carretas se encontraba la sombrerería de Teresa Nieto.

En la calle de Carretas se encontraba la sombrerería de Teresa Nieto.

El nuevo domicilio fue establecido no lejos de la plaza de la Constitución y dentro del distrito del Pósito. Fueron cinco años de autentica felicidad. Felicidad que se fue gastando, apagando, según el bueno de Antonio empezó a modificar su conducta un día, una tarde, un momento ya olvidado. Tras los primeros síntomas, vinieron noches en vela, cambios repentinos de comportamiento; siendo cada vez más intensos y excesivos para los hechos que los motivaban. Y Mercedes no sabía qué hacer, pues ella estaba educada en el principio de: “El traje de novia y la mortaja del cielo bajan”. Y por tanto había que poner en practica lo tanto oído desde el púlpito de la Palma: “Resignación cristiana o cristiana resignación”.

Pero la situación se estaba volviendo insostenible, los gritos a cualquier día o de la noche cada vez eran más constantes. Así que siguiendo el consejo familiar, marchó hasta el cercano Hospital Civil. Y allí, tras oírles con la debida discreción los galenos presentes como tal vez: José Gómez, Juan Pérez o Francisco Contilló, no especialistas en aquel tipo de comportamientos pero sí familiarizados con ciertas clases de enfermos “especiales”, pues estos eran: “Encargados por el juzgado para la observación de presos que presentaban síntomas de enajenación mental”. Tras contar su pesadilla, Mercedes pasaría a oír a los doctores. Concluyendo quizá, en estar viviendo un mal sueño. Sin duda, alguien le insinuaría que aquel lugar no era el apropiado, si todo iba a peor como al parecer iría para Antonio. El médico que posiblemente le informara sabía perfectamente lo que decía, pues comúnmente y según demuestra otro escrito remitido por el juzgado local indicando: “El preso Claudio P. Ch. Se halla herido en la cárcel, y necesita ingresar en el Hospital […], para ser curado de la lesión y que no retarde su encarcelación por carecer dicho establecimiento hospitalario de las condiciones apropiadas que tiene la cárcel”. Estos comportamientos no eran extraños para aquellos doctos señores.

La situación era desesperante y la solución que se le hizo ver aún peor. Entonces alguien mencionó una horrible palabra, manicomio. Y más concretamente el llamado Provincial de Cádiz, como posible lugar donde encontrar remedio a los males de Antonio. Institución que en la capital de la provincia denominan popularmente Capuchinos. Y hasta le fue dado un nombre por el que preguntar: Sor Concepción.

Y Mercedes se informó, y las noticias que le dieron no pudieron ser más desalentadoras sobre aquellos establecimientos dedicados a la acogida de “enfermos del alma”. Pérez Galdós, en su obra La Desheredada, describe estas llamadas eufemísticamente como “Casas de Salud”, del modo siguiente: “Patio cuadrilongo, cerrado por altos muros sin resalto ni relieve alguno que puedan facilitar la evasión. Árboles no muy grandes, plantados en fila, tristes y con poca salud, si bien con muchos pájaros, dejan caer uniformes discos de sombra sobre el suelo de arena, sin una hoja, sin una piedra, sin un guijarro, llano y correcto cual alfombra de polvo. Como treinta individuos vagan por aquel triste espacio; los unos lentos y rígidos como espectros, los otros precipitados y jadeantes”.

Pasaron las semanas, los meses y la situación de Antonio empeoraba. El matrimonio acudiría a Cádiz, pues en las capitales, es de conocimiento general, se concentra lo mejor de cada provincia, y la sanidad no iba a ser menos. Una fría mañana ambos subirían en clase de primera a bordo del Joaquín del Piélago. Gracias a Dios se lo podían costear, y así evitar el infernal trayecto en diligencia por aquellos infames caminos de herradura, por mucho que el popular Nicolás Marset, junto a su cuñado y socio José Ruiz, hubieran mejorado la “comodidad” de las populares góndolas de “La Madrileña”. Mercedes lo más probable es que pasara todo el viaje rezando, pues en la situación mental de su esposo, un posible Estrecho embravecido o la simple situación de verse enclaustrado en aquella cáscara de nuez, bien podría desatar todo un episodio de enajenación de imprevisibles resultados. Y a Mercedes le rompería el corazón tener que ser testigo de como, por el bien del pasaje, Antonio fuese atado con cuerdas o grilletes o vaya usted a saber.

Una vez en la siempre alegre y a la vez tan lejana para nuestros comarcales intereses Tacita de plata, el matrimonio algecireño acudiría al centro y calle escritos en un papel que le fue dado por mano misericordiosa en nuestro Hospital Civil. Y Mercedes del brazo de su marido, bien pudo haber leído en la placa que da la bienvenida a los visitantes, como: “La Casa de Salud –o Convento de Capuchinos– fue fundada en 1852, siendo presidente de la Diputación don Cayetano del Toro”. Años después, al pasear por la antigua Alameda algecireña, aquel nombre seguramente la retrotraería a aquella triste visita médica.

Y tras observar la imagen de San Cayetano –tocayo por cierto del benefactor diputado presidente, ¡qué casualidad!– situada en muy visible lugar del edificio, la atribulada algecireña quizá reflexionara: “Si en aquella España de locos, ¿cuál de los dos tendría más capacidad para resolver la locura de Antonio, el santo o el político?”. Dada la caótica marcha de la católica nación, en el campo de la frustración germinaría la respuesta.

Dado el distinguido porte de ambos, y la presentación de la posible recomendación al uso, tal vez les informaran del plantel profesional del centro; el cual, y según la consultada documentación, se correspondía con: “Dos médicos, un practicante, un contador oficial de libros, dos loqueros, cuatro mozos, un cocinero y su ayudante; más seis hermanas de la caridad”. Estas últimas, capitaneadas por la reseñada anteriormente Sor Concepción.

Tras observación por el galeno de turno del expediente del enfermo, y tras varios días de pruebas y más pruebas, Mercedes y Antonio se vieron nuevamente a bordo del Joaquín del Piélago, con un diagnóstico envuelto en una palabreja científica, y con menos claridad en su comprensión y tratamiento que la oscura noche algecireña que les aguardaba al poner los pies en el muelle de madera de los ingleses.

Manicomio de Cádiz en el Convento de los Capuchinos. Manicomio de Cádiz en el Convento de los Capuchinos.

Manicomio de Cádiz en el Convento de los Capuchinos.

El tiempo pasaba y Antonio empeoraba. Mercedes vería pasar a mayor velocidad que en el de sus amigas y conocidas la edad por su rostro: “¿Quién cuida a la cuidadora?”, se preguntaría –quizá– en más de una ocasión, la ya no tan joven esposa. Conocida y comentada en baja voz la enfermedad de Antonio, dentro de la esfera social a la que pertenecía el matrimonio, cualquier comentario sobre el deterioro físico de Mercedes hubiese sido duramente criticado por los posibles oyentes; pues no hay mejor cualidad para ser defendido por la hipocresía colectiva que el ser desgraciado.

Y buscando consuelo cuando Antonio tenía una racha de tranquilidad, tal vez, se reuniera con la que fuera su costurera y amiga, la aún todavía viuda –quizá por que ella quisiera– y artesana de la aguja Teresa Nieto. Quién para entonces, había abierto sombrerería en la calle Carretas, esquina Colón. Encontrando Mercedes en su trastienda una taza de thé y la comprensión que necesitaba. Y quizá allí, por aquello de ¿y porqué no?, surgiría la idea de llevar a su esposo a Gibraltar, ciudad de donde seguro sería el origen de el thé y pastas que tomaban.

Y en un vapor de los ingleses, quizá, entre trabajadores, matuteras y algún extraviado turista se plantaron en la colonia. Ya fuera en la consulta del Dr. D. G. Patrón, sita en la plaza de Astilleros; en la del Dr. Turner, ubicada en el Camino del Castillo; o en la del Dr. Bacca, en la inglesada Commercial Square, aunque popularmente seguía siendo nombrada con la denominación española de Plazuela del Martillo. El resumen final de la visita a Gibraltar, fue que: en la británica colonia aquellos casos eran derivados al Hospital Colonial, dirigido por el coronel Lewis, según les informaron. Y por tanto, dentro del contexto de la cerrada jurisdicción militar. El vapor y el bullir de matuteras, pasajeros y algún que otro turista extraviado, quizá, serían testigos nuevamente de una vuelta al lado del poniente de la Bahía, con la misma impresión que horas antes se habían trasladado al levante: la tristeza.

Por supuesto, entre visita y visita a la ciencia médica, no faltarían por afectuosa recomendación: yerbajos, amuletos, curanderas, o visitas a la fuente de La Negra, para beber sus aguas ferruginosas. Además de populares diagnósticos como: mal de ojos, toma, o echado de cartas. En fin, todo lo necesario para que un alma desesperada encuentre alivio. También acudiría Mercedes, por el bien de Antonio y consuelo propio, a postrarse ante los cirios como persona devota que era. No faltando su presencia ante los distintos altares de la Palma, su vecino templo. Hoy el altar de las Ánimas, siempre tan milagrosas; ayer el de San Francisco, hermano del sol y de la luna; antié, la Limpia Concepción, madre de

todos los afligidos; y mañana el altar llamado de Privilegio, reservado a la patrona de la ciudad. Antonio recibiría el viático en casa. Dada la fe de la familia, bien podría recibir a través del Cuerpo de Cristo consuelo para su invisible mal, tal como así lo recibió el evangélico personaje de manos del mismo Jesús, expulsando “el mal interno” de aquel. En la intimidad de su ropas el enfermo guardaría, como era costumbre en la época, siguiendo los semanales consejos del padre espiritual: al cuello, el escapulario de la Virgen del Carmen; hilvanado en su camiseta, el Sagrado Corazón de Jesús, puesto de moda durante las guerras Carlista bajo la denominación de “Detente bala” o simplemente “Detente”; y por último, la milagrosa Cruz de Caravaca, regalo sin duda de un ser muy querido

El poder contar el matrimonio entre sus antiguas amistades de juventud, con apellidos como: Muro, Bálsamo o Amaya, tal vez le facilitarían a los afligidos esposos el disfrutar de algunas jornadas de reposo en Fuente Santa, junto a la falda de la sierra frente al ventorrillo de la Trocha, pues todos los mencionados tenían propiedad en aquel tranquilo lugar. Lo cierto era que el problema de salud de Antonio se agravaba por días, volviéndolo más huraño, más encerrado en sí mismo, más alejado de la realidad. Mercedes veía como poco a poco, el problema de salud no solo afectaba a la relación con su marido, sino también a la, aún, desahogada economía familiar. El importante patrimonio legado por sus padres, ya fallecidos para entonces, unido al también recibido por su esposo que compartía este con sus hermanos Manuel y Francisco, también se resentía. Requiriendo urgentemente de una solución que pusiera a salvo el futuro bienestar de aquella desgraciada familia. Y la solución tenía una definición “incapacitación judicial”.

Así fue como Mercedes atravesó la puerta del despacho del prestigioso abogado Eladio Infante de Salas, que a la sazón también ejercía como juez del Juzgado de Instrucción de esta ciudad. Como era pertinente y se espera prejuiciosamente de ciertas personas, según su clase, la visita había sido previamente acordada y dentro de la más estricta discreción social; pues la profesional, de obligada existencia entre abogado y cliente, estaba fuera de toda duda.

(Continuará)

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