En la mayor ciudad del mundo
Ciudad de México es el compendio de todos los excesos, empezando por su tamaño, siguiendo por su avenida de Insurgentes, con 42 kilómetros de longitud, y terminando por su gran contaminación
En la Ciudad de México todo es superlativo, es el compendio de todos los excesos, empezando por su propia desmesura. Para empezar es la ciudad más poblada del mundo, con más de veinte millones de habitantes. Al llegar en avión -el aeropuerto ha quedado engullido por la expansión urbana-, la vista de la ciudad se pierde en una sucesión infinita de calles y casas que ha desbordado incluso el propio estado de México DF. Aquí está también la avenida más larga del mundo, Insurgentes, con unos interminables 42 km. La Universidad Nacional Autónoma bate otro récord, ya que es la mayor de habla hispana, con nada menos que 300.000 alumnos. México tenía también el triste récord de ser la ciudad más contaminada del mundo, pero en esto algo ha mejorado. El milagro hay que buscarlo en un eficaz y baratísimo metro -cuesta el equivalente a quince céntimos de euro-, y las severas restricciones al tráfico, pues los coches tienen prohibido circular dos días en semana según la numeración de la matricula, y los sábados y domingos el casco histórico es sólo para peatones y ciclistas.
Esta ciudad es el crisol de la increíble diversidad cultural de México. La famosa Plaza de las Tres Culturas viene a visualizar los tres periodos de la historia de este país: indígena, colonial y la independencia. Del periodo mexica -el mal llamado azteca- poco queda, los españoles se encargaron de borrar a la faustuosa México-Tenochtitltán del mapa, en la creencia de que así dominarían a este pueblo indígena. Pero parece que la Historia se ha vengado y de nuevo se ha destapado el Templo Mayor, donde los mexicas ubicaban el centro del Universo, cuyas ruinas pueden hoy visitarse y admirarse muy cerca de la catedral, el símbolo del poder de los colonizadores.
Cuando en 1519 Hernán Cortes y lo suyos llegaron al lago Texcoco, ubicado a 2.250 metros de altitud, quedaron profundamente impresionados por el espectáculo que vieron: una ciudad gigantesca perfectamente planificada en medio del lago, con pirámides, palacios, jardines y mercados, unida a tierra por calzadas que atravesaban el lago y con un sofisticado sistema de canales y esclusas para protegerla de las inundaciones. Poco duraría la que, con sus 300.000 habitantes, debía ser la mayor ciudad del mundo. Dos años después sería arrasada por los españoles, edificando sobe sus ruinas la capital del Virreinato de Nueva España. Al igual que en Venecia, la aventura lacustre de México está pasando factura, y la ciudad se hunde. El aspecto inclinado, algunas veces a niveles inverosímiles, de torres y fachadas de los edificios más antiguos así lo atestiguan.
Alejandro von Humboldt, el famoso viajero y naturalista alemán que visitó México al principio del siglo XIX, la llamó "ciudad de los palacios", y no le faltaba razón. La riqueza monumental de esta ciudad es proverbial, si bien los grandes terremotos que ha sufrido y la desidia ha mermado su patrimonio histórico. Pero hay monumentos que han sobrepasado todo tipo de avatares. La catedral, inclinada eso sí, ahí sigue, frente a la inmensa plaza del Zócalo. También ha sobrevivido la casa de Hernán Cortés, ahora en restauración.
Pero a México DF lo define ante todo el bullicio humano, millones de personas circulan de un lado para otro; miles de vendedores ambulantes ocupan cada metro cuadrado de espacio público. Si se quiere conocer el México más bullanguero basta con darse una vuelta el domingo por la Alameda Central, que data de 1592, siendo, probablemente, el primer parque planificado por los españoles en América. Aquí se aglomeran un abigarrado amasijo de vendedores de comida, artesanía, teléfonos móviles… todo aderezado con actuaciones musicales y por las proclamas apocalípticas de los predicadores evangélicos. Este parque era en la primera mitad del siglo pasado lugar de recreo de la burguesía más rancia. El genial muralista Diego Rivera plasmó en su "Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central" una satírica visión de esta clasista sociedad. En el Palacio Nacional, la sede de la Presidencia de la República, se pueden visitar otro de sus famoso murales, donde recrea su visión crítica y corrosiva de la historia de México, con unas memorables representaciones del Hernán Cortes más déspota y sanguinario.
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