De Tarifa a Pamplona: los toros del viento preparan su salto a San Fermín
Las ganaderías La Palmosilla y Álvaro Núñez Benjumea se anuncian este verano en la Feria del Toro, llevando el carácter indómito del Estrecho hasta la calle Estafeta
Javier Núñez, ganadero de La Palmosilla: “El éxito te adocena, mientras que el fracaso te hace espabilar”
Tarifa/Los toros están barruntones, como si adivinaran el salto a levante que sacude los cielos de Tarifa. Las nubes ligeras se enredan en los molinos de viento y el aire pesado augura pelea entre los animales. “Los cambios de viento y la llegada de la lluvia siempre los inquietan”, explica Javier Núñez Álvarez, ganadero de La Palmosilla, mientras repasa la corrida que, en seis meses, cruzará España para estallar en las calles de Pamplona durante San Fermín. Allí, también el viento y el agua dictan caprichos: el aire redondo de los días de bochorno, el viento solano que castiga y nadie quiere, y las tormentas de verano, tan frecuentes como violentas.
El catecismo de la Feria del Toro dicta: tres corridas duras como muelas de molino y cinco más leves, aunque el destino siempre tiene la última palabra
Cada 6 de julio, a menos de un cuarto de hora para el chupinazo, la tierra de Pamplona tiembla. Es un estremecimiento inexplicable, como un presagio colectivo. Cuando los gaiteros abren camino entre la multitud con sus casacas azul prusia y boinas rojas, el milagro parece desafiar a las leyes de la física. Dos centenares de músicos entonan el Ánimo pues, himno festivo de la ciudad, mientras la masa blanca y roja se retuerce como una marea. En palabras del genial y entrañable cronista Barquerito, las imágenes por televisión de “la goma” —esa elasticidad humana que se pliega y despliega en torno a los gaiteros— son mucho más elocuentes que el insulso parloteo de los locutores que, año tras año, intentan narrar lo inenarrable.
Esa explosión, la del chupinazo, es el pistoletazo de salida para ocho días de fiesta insaciable, del 7 al 14 de julio. En Pamplona, el calendario es sagrado, y todo suele estar donde estaba el año anterior: la alegre plaza del Castillo, la calle Estafeta, la Casa del Libro, un tinto en la taberna Fitero, una mesa libre en el Iruñazaharra de Mercaderes y a desandar lo andado. Pero este verano se dibuja un capítulo inédito: dos de las ocho corridas de la Feria del Toro llegan desde Tarifa. Son La Palmosilla, propiedad de los Núñez Cervera, y los renovados toros de Alvaro Núñez Benjumea, que debutan en la capital navarra. Como si el levante, ese viento que todo lo trastoca, tramara transportar a los toros más meridionales hasta la curva de Estafeta, igual que una vela de windsurf.
En San Fermín, el calendario es sagrado, y todo está donde estaba el año anterior, como una tradición que desafía al tiempo
La ciencia del encierro
Las corridas de la Feria del Toro cumplen con los requisitos del llamado "toro de Pamplona": volumen, peso y armadura. En el encierro, cada astado es una metáfora ambulante de la fuerza contenida, una amalgama de músculo y bravura que, en el imaginario colectivo, encarna la lucha perpetua entre lo indómito y lo humano.
La aplicación de sustancias antideslizantes en el pavimento, fórmula que en su día suscitó recelos críticos, ha resultado providencial para las dos partes: para los toros, que han dejado de tropezarse en los tramos más traicioneros del recorrido, y para los propios corredores, que sienten ahora firme el piso bajo las zapatillas desgastadas de tantas carreras. Sin embargo, desde hace tiempo, la masificación del encierro inquieta a los organizadores. Nada que ver con hace un siglo, cuando en 1923 un joven reportero del diario Toronto Star recaló en Pamplona por ver primera en busca de material para sus reportajes periodísticos. Era Ernest Hemigway.
En el encierro, cada toro es una metáfora ambulante de la fuerza contenida, una amalgama de músculo y bravura
Ahora, la red de seguridad que sostiene esta tradición parece un reloj suizo: los pastores controlan la manada en retaguardia, los bueyes domados abren y cierran paso, y los dobladores en la plaza conducen a los astados hasta los corrales. No obstante, siempre hay lugar para la incertidumbre. Las lesiones provocadas por cogidas y cornadas, que en otras épocas eran casi un emblema de la fiesta, se han ido reduciendo sensiblemente. Pero han crecido, en cambio, los traumatismos por caídas, porque el fervor y la masificación empujan cuerpos al suelo como fichas de un dominó interminable.
El grado de atención sanitaria en los encierros es insuperable. Apenas ocurre el percance, el herido es recogido con la celeridad de un vendaval y conducido a la improvisada red hospitalaria que Pamplona despliega durante esos días como si se tratara de una ciudad de campaña. Aun así, el susto permanece; cada corredor sabe que la línea entre la gloria y la tragedia se mide en milímetros, el grosor exacto del pitón de un toro.
Javier y Álvaro Núñez comparten una opinión poco conocida: a los toros les beneficia correr el encierro. “Es como un precalentamiento. En Pamplona hay muy pocas devoluciones de toros. Las cojeras casi siempre son por roturas de fibra, de tener el músculo frío en los chiqueros y salir de golpe al ruedo. Con el encierro eso se evita”, argumentan los primos, ambos ganaderos y viejos amigos. La maquinaria del encierro funciona con la puntualidad de un metrónomo: a las ocho en punto, el cohete de alerta marca la salida desde los corrales de Santo Domingo.
Sin perder su riesgo consustancial, las carreras han ido progresivamente ganando en velocidad. La Palmosilla ha sido, en los últimos cinco años, el ejemplo viviente de ese frenesí. Es como si los toros de Javier Núñez, entrenados entre el trébol, la zulla y la castañuela, hubieran encontrado en el casco viejo de Pamplona una pista hecha a medida. El promedio de los ocho encierros lleva años por debajo de los tres minutos, una marca impensable hace un cuarto de siglo. Como un suspiro colectivo, el ritual se cumple en un parpadeo, dejando tras de sí un eco de pezuñas y el grito agudo de los corredores más rezagados.
Los toros de Tarifa parecen encontrar en el casco viejo de Pamplona una pista hecha a medida
El día más largo
Por la tarde, en la plaza, las emociones se aquietan, pero no se apagan. Allí, entre el ruido ensordecedor de los tendidos del sol y la solemnidad de la sombra, no se admiten apuestas. Se aprecian más y mejor las faenas cortas e intensas, como la propia feria, y a ser posible al ritmo de un pasodoble interpretado por La Pamplonesa, que toca casi a destajo en las fiestas sin perder afinación. Es indispensable matar a la primera. Ya no se valoran las temeridades irracionales tanto como en otras épocas, pero todavía cuentan los guiños al sol, esa mezcla de arte y atrevimiento que, sin caer en la cursilería impostada, arranca ovaciones sinceras de las gradas.
La corrida debe ser breve y contundente. No perder el tiempo, ni vender humo. Y después, la vida sigue. En Pamplona siempre se corre, ya sea delante de los toros o tras los pasos de la fiesta que se escabulle como un toro bravo al anochecer.
“Yo, en San Fermín, ya solo aguanto dos días”, confiesa Javier, que estudió Derecho y vivió cinco años en Pamplona. “La tensión que me genera lidiar no me deja”. Por eso, llega justo antes del encierrillo, esa breve procesión de 400 metros que los toros recorren al anochecer, en absoluto silencio, guiados por pastores y cabestros.
“El día de la corrida empieza temprano”, prosigue. “A las seis de la mañana estás duchado y en pie. Los medios en Pamplona son la leche, porque vienen periodistas de todo el mundo. Tras el encierro, viene el apartado, donde se sortean los toros con el presidente, el delegado del Gobierno y el veterinario. Es uno de los momentos más bonitos. Y luego, la bomba del festejo. Por la noche, no puedo más”.
Este año hará una excepción y permanecerá un tercer día. La peña Oberena le organiza un homenaje y, además, la sociedad Gastronómica Gazteluleku le ha otorgado el premio al Toro Jugoso 2024. “Ya he conseguido todos los premios de Pamplona: el más sabroso, el Alpargata, el Carriquiri y el de la Feria del Toro”, dice con humor. La lengua de La Palmosilla fue la más suculenta según el jurado, que degustó platos elaborados con los toros de cada ganadería participante.
Un himno para el toro bravo
Pamplona es la única feria donde el protagonista absoluto es el toro. Según costumbre vigente desde 1959, la comisión taurina de la Casa de Misericordia selecciona en primer lugar las ganaderías, que se apalabran en firme a mediados de otoño, y solo en primavera se ajustan los nombres de los espadas concurrentes. “Da igual los toreros que anuncien, el foco siempre es el toro”, afirma Javier desde la finca La China ante los astados reseñados para el gran día. Entre ellos destaca un guapo Tinajón, hermano del castaño chorreado que en 2019 fue premiado como el más bravo de San Fermín. Este Tinajón, negro, hereda las mismas hechuras y cara imponente.
Pamplona es la única feria donde el toro es el protagonista absoluto, con su bravura como único estandarte
“A Álvaro le aconsejé que se olvidara de Madrid este año. Pamplona le hará más marca”, asegura Javier, feliz de que su primo se haya instalado en Tarifa porque, de este modo, ambos ganaderos generan una "sinergia taurina" para que veedores y apoderadores visiten sus respectivas fincas. “Madrid es buena para los toreros, pero no tanto para nosotros los ganaderos. Además, Pamplona paga mejor: unos 100.000 euros por corrida”. Hablar de la Casa de Misericordia, o la Meca, es mencionar algo sagrado. Desde 1921, esta institución organiza las corridas, cuyos ingresos financian un asilo para 500 ancianos. Mientras la ciudad bulle de vida, ellos descansan en la paz de los jardines.
El catecismo de la Feria del Toro dicta con rigor litúrgico: tres corridas duras como muelas de molino y cinco más leves, aunque esas cosas nunca se saben hasta que el destino —y el animal— deciden en el ruedo. En esa categoría incierta caen este año los toros de Tarifa, que pastan al compás del levante antes de la prueba definitiva. Álvaro Núñez Benjumea, un alquimista del toro bravo, ha orquestado su regreso a Pamplona con la cautela de quien desanda caminos conocidos. Primero, un sobrero cedido a la Casa de la Misericordia la pasada temporada; ahora, un lote completo listo para desafiar a las calles y la plaza.
Estos nuevos toros que van camino de la capital navarra beben de la noble estirpe de Núñez del Cuvillo, pero son hijos de la tierra que Álvaro ha moldeado a su antojo. En Iruelas, la finca que sus antepasados adquirieron de manos del Duque de Medinaceli, crecen bajo la mirada de los gigantes eólicos, esos molinos modernos que custodian las colinas que rodean la pedanía de Tahivilla. Allí esperan los toros de saca, los elegidos para la gloria o el olvido, mientras el resto de la vacada sigue su curso en los pastos del Alentejo portugués. Esa división obliga a una logística más propia del Pentágono que de un ganadero, pero Álvaro cuenta con un arma secreta: su mujer, Vicenta Molina, que lidia con los imprevistos como quien despacha un capotazo con temple perfecto.
El arte de criar sueños
“Ayer vino a tentar a Iruelas José Tomás”, dice Álvaro con una naturalidad que sólo tienen los hombres acostumbrados al prodigio. El ganadero le echó dos erales, y el torero desplegó su misterio. “Está tan bien preparado que siempre parece que va a reaparecer, pero yo no pregunto”, añade con una sonrisa que oculta más de lo que revela. Y como si hablara de una aparición mariana, confiesa: “José Tomás ha ido más allá del toreo. Lo he visto sacar a la gente de la plaza feliz y, al mismo tiempo, seria como si acabara de volver de misa”.
"José Tomás ha ido más allá del toreo. Saca a la gente de la plaza feliz y seria, como si acabaran de volver de misa"
Muchos de esos milagros taurinos fueron escritos con los toros de Núñez del Cuvillo, antes de que Álvaro decidiera trazar su propio camino, lejos de la sombra alargada de su padre. Esa separación le dio libertad y nuevas obsesiones: “Me importa mucho el tipo del toro. Me obsesiona. Fino, armónico, con el pitón vuelto”, describe, mientras en su mente suenan ya los primeros acordes de El rey, la mítica ranchera de José Alfredo Jiménez que entonan las peñas pamplonesas con cada segundo toro. Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar.
Y rodando, lejos de los confortables abrigos familiares, Álvaro Núñez se encontró consigo mismo. Con dinero y sin dinero, ha hecho siempre lo que ha querido: criar toros bravos. El exilio al Alentejo, asegura, ha sido una cura. Para él, para sus toros y para sus cuatro hijos. “Es bueno que un niño viva una posguerra”, sentencia con pragmatismo casi poético. “Eso les va a hacer mucho bien. En casa de su abuelo había veinte tractores. En Portugal, cuando pude volver a comprar uno, los cuatro corrieron a hacerse una foto subidos en él”.
"En casa de su abuelo había veinte tractores. En Portugal, cuando pude comprar uno, mis hijos corrieron a hacerse una foto en él"
Ahora, esos mismos niños viajarán con su padre a Pamplona para ser testigos del debut ganadero en solitario, un sueño largamente acariciado. Lo mismo harán los dos hijos de su primo, y Javier Núñez Cervera, el patriarca. Porque, como bien dice el arriero de la ranchera, no importa llegar primero, sino saber llegar. Y cuando los toros de Tarifa, hijos del viento, irrumpan por las calles pamplonesas, el legado de Álvaro Núñez Benjumea y La Palmosilla habrá encontrado su sitio. Mientras tanto, ambos ganaderos preparan con cuidado el pañuelico rojo, el amuleto indispensable de unas fiestas que mezclan la devoción con el vértigo.
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