Tribuna

Javier González-Cotta

Escritor

España, el narcisismo de la Guerra Civil

Los historiadores Javier Rodrigo y David Alegre recuerdan que la española no ha sido la única guerra civil y no somos los únicos parias del trauma

España, el narcisismo de la guerra civil

España, el narcisismo de la guerra civil / rOSELL

El término polarización fue elegido palabra del año pasado en España según la FundéuRAE. Era el reflejo de una sociedad enconada, la del paradójico país de los bares, pero que parece gustarse a sí misma o al menos reconocerse cuando se encabrita y divide en dos. Lo que va del Sánchez “hijo de fruta” al ridículo “No pasarán” en defensa de un presidente más taimado que enamorado.

La España crispada ha virado al bicolor. Rojerío cursi y fachosfera. El bestiario ha salido del zoo. Un ministro bocazas se jacta diciendo que su amado líder es “el puto amo”. En Ferraz, donde se quemaba a un muñeco alusivo a Pedro Sánchez (acompañado de rezos con rosarios), la vicepresidenta Montero, en trance epiléptico, se refocila en sus habituales gestos corraleros. Así estamos. Y en medio del país bisojo, como siempre, los habitantes de la nada o, directamente, los invisibles de centro a quienes nos llaman los lelos de la tercera España o como se llame este otro constructo condenado al fracaso.

Hay otro término asociado a la polarización, que hunde su entraña en la última guerra civil española (incido en lo de última). Es el término guerracivilismo, la revuelta a las dos Españas no congraciadas. Nos invade como un narcisismo insano por volver una y otra vez a la emponzoñada olla de la guerra civil. Y nos creemos el único país de Europa que ha sufrido este trauma. Treinta años después de la guerra, un viaje por Bosnia-Herzegovina te enseña lo que el paisaje aún retiene de aquel salvaje matarile entre vecinos (monolitos, espacios tumularios, grímpolas y banderas recordatorias). Aun siendo de obligada dignidad darles sepultura, la infamia de nuestros muertos en las cunetas es un episodio menor si se compara con el resabio que aún permanece en aquellos lares bosnios, surcados al alimón por la muerte y por los más bellos y verdes ríos.

Finlandia es considerado año tras año como el país más feliz del mundo. Lo dice el Informe sobre Felicidad Mundial elaborado por Gallup, la ONU y la Universidad de Oxford. Pocos se acuerdan de la guerra civil finlandesa que asoló al país de la nieve entre rojos y blancos monárquicos. Sólo entre el 27 de enero y el 15 de mayo de 1918 murieron 36.600 personas (9.700 fueron ejecutadas y 13.400 perecieron en atroces campos de prisioneros). Hace unos pocos años, el 22% de los encuestados en Finlandia afirmaba que la guerra civil seguía siendo un asunto delicado. Pero los finlandeses, con su estilo de vida pese al alcohol, han sanado las envejecidas heridas. Respetar el pasado no es refocilarse en su oscuro retumbo.

Invoquemos ahora a San Patricio. La Irlanda de antaño, la de Michael Collins y Éamon De Valera (opuesto este último al Tratado Anglo-Irlandés de 1921), vivió su guerra civil seguida de la Gran Guerra. Con altibajos, el conflicto en el Ulster se ha apaciguado y hoy en Irlanda del Norte y en la propia República de Irlanda el Sinn Féin, tantos años el brazo político del IRA, es casi la fuerza mayoritaria en toda la isla de Swift. No sólo de EH-Bildu vive el hombre y no sólo se ha diluido en España la herencia macabra del terrorismo con un programa progresista de aire cool, eso que tanto atrae a jóvenes criados en la educación del olvido.

Tras la invasión nazi (más la atroz hambruna padecida), Grecia se enzarzó en una muy cruel guerra civil (1947-1949) entre los comunistas del ELAS y el ejército gubernamental. Muchas películas del clásico Angelopoulos filtran en silencio el lastre de la guerra. En 1982 el socialista Andreas Papandreu permitió el retorno de 30.000 refugiados políticos de izquierda que tuvieron que huir del país por su derrota en 1949. En estos años Grecia se ha desangrado por su ruina económica, pero no por recordar con insano empeño su guerra de sangre.

Como coda a la II Guerra Mundial, Italia vivió su trifulca civil entre fascistas y partisanos del Bella ciao. La invocación a Mussolini, antes y ahora con Giorgia Meloni, hace desplegar a veces algún que otro nostálgico brazo a la romana. Pero en la muy práctica Italia, salvo la pintoresca gresca entre norte y sur, no se habla de ruptura civil como sí se hacía en la delicadísima década de los anni di piombo.

Decía Eugenio d’Ors que cualquier guerra entre europeos es una guerra civil. Y la máxima nietzscheana recuerda que la guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido. En el libro Comunidades rotas: una historia global de las guerras civiles (1917-2017), los historiadores Javier Rodrigo y David Alegre recuerdan lo apuntado aquí con cierto rubor de brocha gorda por el escaso espacio. La española no ha sido la única guerra civil y no somos los únicos parias del trauma.

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