La carretera a Jerez esconde en su ombligo un desvío hacia un pueblo sobre el que levita un aura de terror en blanco y negro, de silencio de pólvora y represión. Durante años vi desde el asfalto ese pueblo blanco gaditano y un escalofrío me recorría la espalda. Aquí pasó algo, sé que pasó algo, pensaba. Era aquel un conocimiento vago, destellante, borroso, propio de un hecho histórico al que en las páginas de los libros de texto se le dedica media cara.

Hace 90 años, durante los días 10, 11 y 12 de enero de 1933, Casas Viejas (hoy Benalup-Casas Viejas) se convirtió en el escenario de la vergüenza republicana. El hambre endémica andaluza y la promesa incumplida de la República de ejecutar una reforma agraria que acabara con los grandes latifundistas propietarios de tierras incultas llevaron a un grupo de campesinos gaditanos a alzarse contra el Gobierno, que en aquella aldea no lo constituían más que la Guardia Civil y los señoritos, e implantar el comunismo libertario.

Ramón J. Sender cuenta en Viaje a la aldea del crimen cómo en Casas Viejas no había ni monárquicos ni republicanos. Solo jornaleros gobernados por el régimen del hambre, "un hambre cetrina y rencorosa, de perro vagabundo". Y que para esos centenares de campesinos, iletrados y apolíticos, el comunismo libertario no significaba otra cosa que cultivar las 33.000 hectáreas que se les negaban.

Más de una veintena de esos pobres desgraciados desmedrados fueron asesinados por los destacamentos de la Guardia de Asalto y algunos guardias civiles que envió la República para detener la insurrección. Primero, el día 11, en la choza del famoso anarquista Seisdedos. Allí, las autoridades, tras acribillar con ametralladoras las paredes de barro y el techo de paja, quemaron vivas a las seis personas que se encontraban en ese momento hacinadas en el interior.

Al alba, con los cuerpos todavía humeantes, un capitán Manuel Rojas ebrio y delirante, que en la sublevación del 36 encabezaría la caza a Federico García Lorca, obligó a los agentes a practicar una razzia "sin contemplaciones". "¿Qué es una razzia?", preguntó uno. "Que hay que cargarse a María Santísima", le contestó otro. Y allá que se fueron, a sacar de la cama a pobres e irresponsables hombres y a fusilarlos frente a la calcinada choza de Seisdedos para extender la creencia de que habían formado parte de la resistencia. A partir de entonces, Casas Viejas, cuyos sucesos provocaron la caída del Gobierno de Azaña, ya solo quedó habitado por viudas de coraje andaluz y huérfanas de hijo que, hasta que pudieron enterrar a sus seres queridos, estuvieron apedreando a los perros que, afectados también por un hambre secular enraizada, se acercaban a los restos de los hombres para comérselos.

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