Fue en el verano de 1994, España le disputaba a Italia el pase a las semifinales del Mundial de fútbol de Estados Unidos. Los nuestros jugaron su mejor partido del campeonato, pero el arbitraje, el “oficio” de los italianos y la diferencia entre la efectividad de R. Baggio (autor de los dos goles italianos) y el desacierto de J. Salinas (falló un gol cantado) hicieron que la selección española tuviese que abandonar un mundial en el que podría haber llegado muy lejos. Mi hijo, que acababa de cumplir 10 años, lloraba desconsoladamente cuando el arbitro pitó el final.

Hace poco (para mi sorpresa) él me recordó que yo intenté consolarle con el argumento de que era natural que sintiese pena porque su país resultase eliminado, porque como español le dolía cualquier cosa mala que le ocurriese a su nación pero que, al fin al cabo, solo se trataba de un juego y si nosotros hubiésemos ganado serían los niños italianos los que estarían llorando (de hecho lo harían –con más rabia aún– el día de la final cuando el mismo Baggio falló el penalti que le dio el título a Brasil). Quizá haya sido este pequeño discurso (que ya había olvidado) destinado a paliar la tristeza de mi hijo, mi declaración patriótica más explícita.

Quiero decir con esto que no suelo moverme en parámetros chovinistas. Prefiero Van Morrison a Camarón, disfruto más con las películas de John Ford y Billy Wilder que con las de Almodóvar o Amenábar y sintonizo antes con la flema británica que con el gracejo andaluz. Sin embargo, aún me queda un rescoldo de aquella inocente llama patriótica que de pequeño hacía que me cabrease cuando Sandie Show y sus Marionetas en la cuerda le ganaron el festival de Eurovisión al Yo soy aquél de Raphael.

Como bien se sabe, las brasas se avivan con el aire y ¡tanto está soplando! que me ha venido un fogonazo reivindicativo de España y de la condición de español al ver las tortuosas y chapuceras maniobras de quienes quieren destruir un país que (si bien con más pena que gloria) pasa ya de los 500 años. Entonces, fue el desmembramiento del imperio musulmán el que propició el triunfo de los cristianos y su política de reunificación frente al guirigay moro de las Taifas. La historia se repite de la mano de rancios nacionalismos que sirven de artimaña para esconder las verdaderas intenciones de unos políticos egoístas cuya única finalidad es la permanencia en el poder y el disfrute de las prebendas que ello comporta. A este tipo de gente se la trae al pairo que el bienestar político, económico y social de una nación dependa en gran medida de su unidad y -cuando otros vienen de vuelta- no dudan en seguir la peligrosa senda que conduce a la “balcanización” del país. Si a esto se añade la tibieza con que algunos partidos nacionales se toman el asunto, quizá sea el momento de que la sociedad civil demande sin complejos el derecho a “ser español”.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios