la tribuna

José Luis García Ruiz

Chapuza sí, pero ejemplar

EL carácter de norma superior a las demás normas que posee la Constitución no pasaría de ser una mera declaración de intenciones si la ingeniería constitucional no hubiese diseñado los instrumentos que lo hacen posible porque no puede haber supremacía sin rigidez constitucional, lo que requiere la implantación de determinados procedimientos que deben seguirse obligadamente para poder reformarla.

Esto ha dado lugar a la figura del poder constituyente constituido que se ha revelado de extraordinaria utilidad porque resulta ser la clave para la supervivencia de las constituciones, al hacer posible su reforma. La perdurabilidad de las constituciones no deriva de su intangibilidad sino de la posibilidad de su modificación cuando las circunstancias lo requieran, sea para corregir errores, sea para adaptarlas a las nuevas realidades y contextos, sea para reflejar los cambios sociales y generacionales.

Por eso no defienden mejor la Constitución quienes se niegan por principio a su reforma sino quienes están abiertos a contemplar la conveniencia, en un momento dado, de la misma. Sólo así se explica que, dentro de la Unión Europea, los alemanes hayan reformado su Constitución en 58 ocasiones, los franceses en 24 y los italianos en 26 o que la extensión de las enmiendas a la Constitución de Estados Unidos supere a la del propio texto originario.

Sobre este telón de fondo es como debemos contemplar los procedimientos de reforma de la Constitución española. Se nos ha repetido hasta la saciedad en comentarios de políticos y tertulias de opinión que la reforma de la Constitución de 1978 era prácticamente imposible, dada la enorme dificultad procedimental establecida. Pero esta afirmación es falsa. En efecto, la Constitución tiene 169 artículos y 15 disposiciones añadidas, es decir 184 preceptos. De éstos, solamente 34 (9 del Título Preliminar -principios y valores-, 15 de la Sección 1ª del Capítulo 2º del Título I -Derechos y Libertades- y 10 del Título II -la Corona-) están condicionados por el procedimiento superrígido del artículo 168. El resto, es decir 150 preceptos de los 184, sólo requieren los 3/5 de cada Cámara, es decir 210 diputados y 168 senadores, y este es un procedimiento incluso más asequible que el que han debido seguir alemanes, franceses e italianos para modificar tantas veces, como hemos visto, sus respectivas Constituciones.

Es verdad que voces autorizadas han tachado de chapuza esta reforma y no les faltan razones: ni el momento, en el estertor final de la legislatura, ni la premura en la tramitación, al hurtar un debate de mayor calado sobre el fondo, se avienen bien con lo que debe ser una reforma constitucional. Pero, por encima de ello, esta reforma nos aporta un enorme valor ejemplificador porque demuestra bien a las claras que la adaptación de la Constitución a los cambios sobrevenidos por el tiempo y las circunstancias no sólo es posible, sino que también es fácil de hacer.

Por lo tanto, que nos dejen de milongas porque aquí lo que ha venido faltando es el acuerdo necesario entre los grandes partidos nacionales, que juntos suponen el noventa por cierto de la representación popular, respecto a temas capitales de la organización del Estado. Porque todas las instituciones del Estado salvo la Corona, es decir, el Gobierno, las Cortes, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, y todo el Título VIII -el Estado autonómico-, amén de muchas otras cosas de menor calado, son reformables con la misma facilidad con que ahora vamos a fijar unas reglas sobre el déficit público del Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos.

Que distinto sería este país si el zapaterismo no se hubiese empeñado en aislar al otro gran partido nacional y hubiese posibilitado acuerdos para llevar a cabo las oportunas reformas constitucionales que empezamos a necesitar a partir del año 2002, cuando se había ya culminado el Estado Autonómico. Hay que recordar que fue el propio Zapatero el que, al llegar al poder, solicitó al Consejo de Estado un informe sobre la reforma constitucional que duerme el sueño de los justos en su cajón de la Moncloa desde 2005, porque decidió romper el equilibrio fundamental de la transición. Ahora, por paradoja de la Historia, ha debido tragarse su propia medicina e impulsar y avalar una reforma que no sólo es buena en cuanto al fondo -en materia presupuestaria el Estado es un todo-, sino que en cuanto a la forma tiene el valor de proyectarse sobre el horizonte y hacernos ver que casi todo es mejorable con el acuerdo de los dos grandes partidos nacionales.

Si el socialismo poszapaterista asumiera este axioma tendríamos una razón de peso para, pese a las dificultades actuales, mirar el futuro con optimismo.

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