De libros

La huella de los sueños

  • En 'Soñar con bicicletas', Ángeles Mora se define desde una sensibilidad que enlaza con la voz verbal y la condición del yo ficcional

Ángeles Mora.

Ángeles Mora. / DS

Ángeles Mora nació en Rute, agradecido municipio cordobés que en 2017 nombró a la escritora Hija predilecta. Allí abrieron surco sus composiciones de aprendizaje, casi en la adolescencia, recuperadas parcialmente en el libro Caligrafía de ayer (Rute, 2000). Pero el perfil literario más definido conecta directamente con la ciudad de Granada, donde se instala a comienzos de los años ochenta y concluye la Licenciatura en Filología Hispánica. Pronto participa de lleno en la pujanza cultural del momento, un intervalo de agitación y compromiso que ya forma parte de la historia literaria más reciente bajo dos etiquetas de alto significado: la Otra sentimentalidad y la poesía de la experiencia. Allí alzaría vuelo en 1982 su libro Pensando que el camino iba derecho. Tras esta primera salida el itinerario creador prosigue con La canción del olvido (1985) y, en el cierre de la década, en 1989, encuentran andén La guerra de los treinta años, reconocida con el Premio Rafael Alberti, y La dama errante (1990). Hitos importantes en su poblado recorrido lírico son Contradicciones, pájaros (2000), que consiguió el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla y Ficciones para una autobiografía (2015), obra reconocida con el Premio de la Crítica (2015) y el Premio Nacional de Poesía (2016).

Dejo al margen compilaciones, balances, cuadernos y otros títulos del trayecto para centrarme en la verdad poética de Soñar con bicicletas, donde el ideario de Ángeles Mora se define desde una sensibilidad que enlaza la voz verbal y la condición del yo ficcional, zarandeada por sus retos existenciales. De nuevo conviene recalcar el magisterio literario del profesor y ensayista Juan Carlos Rodríguez y su insistencia en que el río versal está ligado a un tiempo histórico.

La poesía se gesta alrededor del patio oscuro de la memoria, y ese es el latido que impulsa el apartado Mi vida secreta donde escribir es abrir ventanas a un estar oculto, inadvertido, que trasciende los estratos aparentes del entorno para escarbar en la claridad dormida de los sueños. La conciencia percibe que el declinar del tiempo tiene contraluces y asimetrías, decepciones y una brumosa soledad que invita a la renuncia. Toma cuerpo en el pensamiento la condición de mujer, ese empeño en preservar aspiraciones y mantener en vilo las grafías oníricas para que se ensanchen las aceras angostas de lo cotidiano: “Buscar la luz, / no mirar por los rotos /donde el rencor oculta / su negrura infinita”.

El recuerdo reivindica sitio; pone un foco de luz en el ámbito privado de la intimidad. Allí donde se asientan esos vértices tradicionales que construyen la identidad femenina en el mercado, en las tareas de la casa o en las relaciones sociales restringidas. Los roles secundarios se ocultan bajo el vestido de novia y el sometimiento a unas convenciones asentadas en losas tradicionales, que borran la luz y la alegría para respirar el aire contaminado de la rutina. El tiempo impone su andadura y todo se transforma en el polvo espeso del pasado, como si las vivencias durmieran dentro, calladas y exhaustas, como “cosas lejanas que no vuelven nunca, / ni tampoco se van”.

La senda metaliteraria llevar al espacio de las palabras en la segunda sección La luz del poema que ubica como umbral el título memoria de la melancolía. Recuerda la autobiografía de María Teresa León que narra sus teselas vitales en los años de la república y el exilio. La poesía se desnuda; convoca hilos de intensidad y sustrato emotivo. Apoya su voz en lo cercano para enlazar con el tono humilde del sentir cotidiano, sin retóricas grandilocuentes ni esteticismos hueros. El poema cobija imágenes, adquiere a veces la textura del homenaje, como sucede en Flores del pensamiento dedicado a las invisibles poetas del 27, despojadas de las estanterías de la literatura, para ser solo diluidos perfiles de una historia dictada por el olvido. En Ayer encontramos otro homenaje a la luz y la memoria de Antonio Machado, junto a una reflexión sobre el deambular del tiempo. El apartado cobija otras presencias intangibles como Federico García Lorca, Chopin, Teresa de Jesús o la ya citada María Teresa León, renacida en el monólogo dramático de Una mirada en el exilio.

El libro dedica el tercer apartado Underworld (Inframundo) a perfilar los rasgos del yo que se asoma a las pesadillas de la propia conciencia en esa distancia continua entre la realidad y el sueño. Lo transitorio asola, nos convierte en oquedades sin luz en medio del fluir de las cosas. Del mismo modo, en el páramo de la historia, el yo femenino ha ido buscando su definición, acotado en su condición marginal que convertía su presencia en una estela dolorosa de mujeres rotas. El poema Imágenes para una exposición clarifica el compromiso de la poeta con la defensa de valores de igualdad, tolerancia y respeto, y el derecho a un mundo nuevo más habitable, sin miseria y explotación.

Poco a poco el confinamiento de la pandemia se diluye en la memoria, como si hubiera sido un paréntesis de soledad y sombras, de calles clausuradas, y ausencias que callaron su voz en los días más duros del encierro. Poemas como Extraña primavera y Siempre es domingo evocan aquella soledad deshabitada de las avenidas sin nadie, esperando la luz del nuevo día.

Uno de los nombres cimeros de la novela negra, Raymond Chandler, presta su voz para la coda final, El largo adiós, un grupo de poemas dedicado a Juan Carlos Rodríguez. En los estratos argumentales conviven el intimismo del yo poético y el marco habitable de la ciudad dormida; ese entorno tan ligado a la propia existencia cuyo callejero ha sentido, día a día, el paso de la historia, las mutaciones de un tiempo en el que se cobijan las etapas del aprendizaje sentimental.

El recuerdo del compañero de vida y del maestro persiste con la fuerza del amor, tan nítidamente reflejado en ¿Qué hacer?: “Todo al fin me lo diste. / Todo te lo llevaste: la literatura, la vida (…) Esa provocación. / Bien sabías que me bastaba / para seguir queriéndote.” Y junto a esos instantes compartidos los pasos de la madurez preservados en la memoria, los rostros y señales que anidan en lo emotivo como diligentes fotogramas de una hermosa película, que son fieles testigos de lo que nunca vuelve.

Ángeles Mora ubicaba en el pórtico de su libro el poema breve Unbalanced (Desequilibrado), cuya filosofía asocia el caminar por una realidad contradictoria al esfuerzo de la voluntad por sostener sus pasos en el tiempo, buscando verticalidad y equilibrio, como notas sobre un pentagrama. Se trata de alcanzar el destino marcado para sentimientos y sensibilidad, ese atardecer que trae la noche y nos deja a solas con el temblor del frío, para poder sentir intacta la esperanza.

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