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Algeciras/En la Algeciras de los años cincuenta, apenas si quedaban rastros de la inquina que dominaba el ambiente social de los primeros años cuarenta. Hubo lo suyo, no obstante tratarse de una ciudad en la que el conflicto de 1936 no sentó plaza; las venganzas y los ajustes de cuentas ennegrecieron una convivencia que podría no haber sufrido tanto como sufrió, si la cordura hubiera desterrado los odios acumulados. Pero para los adolescentes nacidos en los cuarenta o casi, no había consciencia de la tragedia. Sin duda porque la gente no quería hablar de ello y porque las circunstancias políticas no eran precisamente propicias para la discusión. Es bien sabido que los masones fueron masacrados en los primeros años de posguerra, sin embargo algunos hijos de masones, que habían sido fusilados por serlo, alternaban en sociedad como si tal cosa; con frecuencia mezclados con falangistas y militares del flanco de los vencedores. Parecía haberse instalado la reconciliación. Los muchachos de entonces supimos ya de mayorcitos, lo que ni siquiera sospechábamos.
Pepe Rubio bien podría servirnos de referencia. Era practicante y se le encontraba fácilmente en el hospital de La Caridad, un hospital civil que junto al militar de la calle Convento y a la Cruz Roja definían los soportes de la atención sanitaria de Algeciras y, por extensión, de la comarca. En una ocasión estando de guardia, Pepe, que era muy “apañao”, atendió a un viajero que tenía un doloroso problema con una uña clavada en uno de los pulgares de sus pies. Su intervención fue tan satisfactoria que el paciente le mostró de modo ostentoso su gratitud y le dijo que vivía en Madrid mientras le ofrecía su tarjeta. Pepe la guardó y cuando se detuvo a verla ya en su casa, se encontró con que aquel hombre, era el doctor Gregorio Marañón Posadillo, uno de los grandes de la medicina española.
Pepe era sobrino de la Tía Anica y su padre, masón, fue víctima mortal de la despiadada crueldad de los descerebrados que hicieron de la venganza sin causa, su modo de interpretar la derrota de los otros. No sé cómo Pepe se las arregló para aprender tan bien, pero el caso es que tocaba divinamente el piano, con aires flamencos. Peinado con brillantina y raya en medio, un bigote plano, triangular, se expresaba con un espléndido acento andaluz y con una voz quebrada que retenías como elemento identificativo. Era cliente habitual de Los Rosales cuya parroquia estaba formada en buena parte por militares y funcionarios de extracción falangista. Los practicantes de la Algeciras de la época, constituían un colectivo muy estimado y próximo. Por lo general hombres, desempeñaban un rol complementario al de los médicos, parteras y enfermeras. Acudo al género porque médicos y practicantes eran, por lo general, varones mientras que las parteras y las enfermeras eran casi todas mujeres, y estas últimas, monjas de órdenes hospitalarias.
Los Bandrés que vinieron del Norte, vascos de origen y avezados en ese volver a empezar de quienes son capaces de superar con buen ánimo y resolución las dificultades, parecían destinados a recalar por el Sur. Uno de sus vástagos, Juan Luis, nacido en el exilio, en la localidad vascofrancesa de Dax, se formó en la Escuela Superior de Hostelería y Turismo de Madrid (ESHT) de la Casa de Campo, en el seno de algunas de las promociones más brillantes de todos los tiempos y en una época dorada para la tarea, que hacía prever el espectacular desarrollo posterior de la cocina y, en general, de la hostelería española. La generación de los padres de Juan Luis, y de Julián, su hermano menor, sufrió las consecuencias de la tragedia bélica de los años treinta, en cuyo contexto fueron identificados por los vencedores como del lado de los vencidos. Los padres de Juan Luis y de Julián, Rosa y Julian, se conocieron más allá de los Pirineos y después de un apasionante periplo que se extendió hasta la América hispana, se establecieron en Algeciras.
Julián, padre, había nacido en la muy guipuzcoana Tolosa, cuyo escudo, curiosamente, es muy parecido al de Algeciras. Su extraordinaria capacidad adaptativa habría despertado la atención del teórico por excelencia del evolucionismo biológico. Charles Darwin celebraría conocer a alguien que fue capaz de saber estar doquiera que fueran las circunstancias en las que se encontraba, sin dejar de ser él mismo y contribuyendo a mejorar su entorno. Como podría decirse también de su esposa, una mujer admirable, bilbaína descendiente de inmigrantes manchegos. Julián hijo, mucho más pequeño que su hermano Juan Luis, se crió en Algeciras y forma parte del grupo madrileño Al-Yazira, que reúne a lo más granado y representativo de la colonia algecireña en la capital del Reino. Julián nació en San Sebastián, estudió Derecho y tuvo tiempo de doctorarse, no obstante hacerlo cuando ya era un alto ejecutivo de una de las empresas más importantes del ámbito de la producción y comunicación audiovisual. Juan Luis, un nombre que como el de Juan Mari Arzak, su amigo y compañero de promoción en la escuela de hostelería madrileña, suena a vasco. Sin embargo, está construido con los nombres de pila de los hermanos de Julián padre, Juan y Luis. El primero de ellos acabó viviendo en Fuengirola; allí conoció, entabló amistad y jugó al mus casi a diario con José Antonio Girón de Velasco, destacado falangista que siendo ministro creó, entre otras iniciativas de protección social, la red de Universidades Laborales, la más importante iniciativa de todos los tiempos, en materia de promoción de la Formación Profesional.
Como ocurre ahora en donde los nacionalismos han sentado plaza, la guerra entre españoles de 1936 dividió a la sociedad acoplando los pareceres a los bandos enfrentados en la contienda. Tal vez en la mayoría de las familias, si no en gran parte de ellas, se generaron diferencias, alejamientos y renuncias, cuando no odios incorregibles. Hasta tal punto hizo efecto la profunda brecha que fue abriendo la falta de autoridad y la pésima gestión del gobierno republicano; rematada por la reacción violenta civil y militar, de quienes se propusieron acabar con el caos en que aquel había sumido al país; que se dieron trágicas paradojas tanto en el propio entorno familiar como en determinados sectores de la sociedad. Quizás sea oportuno acudir, a modo de ejemplo, a lo que ocurrió en la familia del padre de la patria andaluza, Blas Infante, que se crió y educó al amparo de su abuelo materno, Ignacio Pérez de Vargas. Ignacio llegó a Casares procedente de Buitrago de Lozoya, a título de administrador del poderoso ducado de Osuna, y casó con una casareña, María Nicolasa Romo. Fue durante muchos años alcalde de Casares y de su matrimonio nacieron diez hijos, de entre los cuales, la segunda, Ginesa, sería la madre de Ignacio y de Blas Infante.
Casares era en los años treinta, representativo de la realidad andaluza. Unas pocas familias eran dueñas de un territorio en el que la agricultura y la ganadería dominaban por completo la economía; y otras muchas subsistían a duras penas trabajando en las propiedades de aquellas. Si el anarquismo industrial nació y creció en Cataluña, Andalucía se reservó para sí ser cuna y cuartel del anarquismo rural. La masacre de Casas Viejas (Benalup), que tuvo lugar en los días 10 y 12 de enero de 1933, sería para la historiografía y el sentir popular, la referencia icónica del anarquismo obrero. Ya después, iniciado el conflicto de 1936, en Casares, paisanos armados y milicianos detuvieron y secuestraron a todos aquellos que identificaron como ricos hacendados y terratenientes, probablemente con la intención de quedarse con sus tierras. El día 2 de septiembre, serían todos, unos treinta y seis, asesinados a orillas del río Castor, en Estepona. Más o menos la tercera parte de ellos eran de la familia de Blas Infante, uno hermano de su madre y otro, un primo hermano suyo de dieciséis años. En cuanto a Blas, fue asesinado por falangistas en Sevilla, por orden del gobernador, coronel Pedro Parias, tío de su esposa, compañero de promoción y amigo personal del general Queipo de Llano. Seguramente por la filiación política de los asesinos de Infante, este asesinato ha trascendido mucho más que el de la docena de sus parientes.
Leocadio Pérez de Vargas, el abogado de la calle Real de Algeciras, era primo hermano de Blas Infante y de Manuel, el propietario de Bodegas “La Bahía” y de la destilería “La Giralda”, en cuyo contexto empresarial, por cierto, se formó el germen de la cedula comunista que trascendería hasta la candidatura que llevó a Francisco Esteban Bautista a la presidencia del Consistorio algecireño en abril de 1979. Manuel, hijo y hermano de víctimas de la masacre de Casares, había promovido la colocación de una piedra conmemorativa, en el km 167 de la antigua N-340, que aún se conserva; no muy lejos de un monolito con análogo texto en el acceso al cementerio viejo de Estepona. Leocadio era un declarado republicano, a diferencia de su primo Manuel y de otros muchos familiares suyos, que como Ignacio Molina PdV, eran militares que optaron por el bando nacional. Sin embargo, fue Molina quien lo trajo a Algeciras desde su escondite en Sierra Bermeja, un paraíso natural que conocía bien desde que era niño. Leocadio sería uno de los letrados de más prestigio de la baja Andalucía, asesor de las compañías navieras que se iban instalando en el Puerto y abogado de la cadena Ser en el Campo de Gibraltar. Un caso de aceptación de la nueva realidad, semejante al de Ignacio Infante, al que conocí personalmente en su domicilio madrileño de la calle Sagasta, a sugerencia de mi padre. Era magistrado en el Madrid de los años sesenta y magistrados serían también sus hijos, Ignacio y José Luis Infante Merlo, el primero de ellos en Mallorca. Ignacio participó junto a Blas en la candidatura “Republicana Revolucionaria Federalista Andaluza”, encabezada por Ramón Franco, el piloto anarquista hermano del Generalísimo.
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